«Mirá, Goethe», dijo el recién llegado, marcando aún más su acento para afianzar su singularidad. Hizo una pausa, llamando la atención de su público distinguido, y giró la cabeza dejando entrever el trazo dorado que, surcando su cabello, engalanaba su estampa. «Yo soy El Diego». El mundo ha cambiado un poco. Hoy la poesía no la lee nadie, y al fútbol lo jugamos todos. Maradona lo supo desde siempre. Con doce años, con la cara sucia y la sonrisa insolente, haciendo jueguito en el entretiempo de los partidos de primera división; con 26, en el mundial, diciendo que el primer gol lo había marcado la mano de Dios y no él; con 41, medio gordo y medio chueco, llorando y besando la camiseta de Boca en su partido homenaje, rodeado de la élite del fútbol mundial y más de 50.000 almas que coreaban su nombre. El hombre ansía la inmortalidad y Diego, el ser humano en exponencial, lo ansió más que nadie. Cada gesto, cada palabra, cada partido y cada gambeta fueron flechas dirigidas a la memoria perpetua de la gente, de los que lo conocieron y los que no, de los que lo vieron jugar y de los que no lo hicieron.
Mancini, como italiano que es, sabe de leyendas y de historias como nadie. De gusto refinado y porte elegante, anhela con fervor la gran inmortalidad. Roberto sueña con despertarse un díaSer recordado es el objetivo, pero no está en su mano, en muchos años, ya alejado los campos y los banquillos, y escuchar su nombre en la televisión o en la radio. Sueña con estar desayunando mientras escucha socarronamente al joven del noticiario rememorar la gloria que él, Roberto Mancini, había conquistado. Pero es algo que no va a ocurrir. Por un momento imaginemos que el universo es un teatro y sobre el escenario se alzan las figuras de aquellos hombres que copan la vida pública. Artistas, hombres de Estado y deportistas. Los espectadores somos todos. Y los espectadores somos los jueces que deciden quién y quién no inscribe su nombre en el imaginario colectivo, y no sólo eso, porque no toda inmortalidad es para siempre, y no todas tienen el mismo impacto, sino qué tanto se quedan en él antes de recalar en el desierto del olvido.
Allí, parado en las tablas, está Mancini. Tiene una máscara que le oculta el rostro porque nosotros, los espectadores, no le reconocemos (en el teatro están sentados personas de todo el globo,Sus victorias ligueras no tienen el peso esperado de todas las artes y ciencias, y de todas las edades). Se erige a su alrededor un aura sombría, difícil de distinguir a la distancia. Cuando el telón se levanta para dar comienzo al acto del fútbol, Roberto está muy atrás, casi como parte del escenario, y no interviene mucho. Cuando lo hace no se le escucha y otras son las voces que retumban en la sala. La Fiorentina, la Lazio y el Inter de Mancini ganan títulos, pero como todo transcurre en un lugar tan apartado, apenas nos damos cuenta. El Inter obtiene dos títulos de liga después de muchísimo tiempo, con Mancini al mando, y el espectador sólo atina a reírse porque son títulos que ganaron en los despachos y sin queja, porque a la Juventus de las trampas se la investigó de oficio.
Inicia el acto de la Champions y Mancini, directamente, no se ve. Se sabe que está ahí sólo porque aparece en algunos de los diálogos. En el teatro de la inmortalidad, los grandes actores son aquellos cuyos gestos y gestas llegan al público más grandes, más vivas, más sonoras. Roberto Mancini, que es buen intérprete, sobre las tablas es un fantasma que se muestra pequeño y no se escucha. Es una estela que, en consecuencia, heredan sus equipos y los jugadores que dirige.
Y Mancini, que gana mucho en casa, cada vez que visita la Champions pierde. Y sus derrotas carecen de belleza. La gloria, por tanto, lo elude y se escapa. La inmortalidad se desvanece y el Mancini anciano que escucha la radio o la televisión mientras desayuna y el joven presentador rememora sus conquistas, desaparece incluso de los sueños más atrevidos del italiano.
Roberto despierta y sabe que el verde que brilla ante sus ojos con tonos celestes no es el mar Adriático. Es su Manchester City que está perdiendo ante un Ajax invisible. Es la Champions. Y el público ni lo nota. No hay risas ni admiración, sólo la sentencia que vuelve a negar el anhelo más profundo de un entrenador.
David_Leon 31 octubre, 2012
Yo defendí a Mancini, creo que ha creado un buen equipo, reconocible, que quería ser protagonista… pero esta Champions me ha dejado muerto. Llegar al minuto 85 ganando en el Bernabéu tiene mucho mérito, pero la realidad es que… fue medio de casualidad. Empatar en casa con el Dortmund, pues mira, paso por alto que tu portero haga el mejor partido de un arquero en 2012. Vale. Pero lo de salir medio goleado ante este Ajax, eso ya no.
Yo creo que ya, pase lo que pase, Mancini ha fracasado estrepitosamente en el City. El club y el proyecto no es lo que debería ser. Con Mourinho habrían jugado ya 2 semifinales de Champions, es algo que tengo bastante claro.