-¿Qué mira usted todo el rato? – preguntó don Andrés al recién llegado.
-La pelota.- Le contestó el otro anciano que mantenía su mirada al cielo.
-¿Qué pelota?- Se sentó a su lado.
-La que cae sobre el área.
-¡Pero si esto es el jardín de la residencia!
-Eso lo dice porque no tiene miedo.
-¿Miedo? ¿Miedo a qué?
-A que un peligro se precipite sobre usted en el momento más inesperado.
Y entonces don Andrés alzó el rostro como si, ahora también, él esperase que algo cayese del cielo.
– Todo comenzó con un corner hace unos cincuenta años- prosiguió el desconocido sin bajar la vista. – La vida es como un saque de esquina ¿sabe? Un envite que te lanza el destino y frente al cual solo tienes dos opciones: ir a por él o esconderte y fiarlo todo a la suerte. Hasta entonces, aquello no suponía un problema para mí. Yo era un buen portero, créame. Pero aquel día, nada más observar al balón elevarse hasta lo más alto, me invadió una angustia descontrolada. Aunque presuntamente era un centro asequible, en aquel momento tuve la certeza de que el esférico me era inalcanzable. Presa del pánico, permanecí inmóvil sobre la línea de gol. El remate impactó contra la portería. Vibró el poste. Vibré yo. Hasta el final del encuentro no pude abandonar la vertical del larguero. Tan solo deseaba librarme de aquella incertidumbre cuanto antes. – Y el anciano rindió su rostro cabizbajo -. Pero la esperanza pronto se diluyó. Finalizado el partido, la inquietud se fue conmigo a casa, se levantó junto a mí a la mañana siguiente, se montó a mi lado en el coche y me acompañó de camino al entrenamiento. Así fue cada día a partir de entonces. Allí donde fuese era como si desde todos los puntos me bombeasen balones. En cada esquina de cada calle había un banderín. En cada pequeño compromiso yo experimentaba las mismas sensaciones que me asolaban durante los partidos en el área pequeña: mis piernas flojeando hasta el tembleque, una quemazón oprimiéndome bajo el esternón, los latidos percutiendo y aquella bocanada de aire alterando mi respiración. El resto del equipo no fue ajeno a mi desconcierto. Cualquier jugada a balón parado era defendida con absoluta desesperación. Como puede imaginar, los rivales no tardaron en detectar el problema. Tampoco la afición. No pude continuar…
…No recuerdo cómo acabé en un psicólogo. -Levantó su mirada al frente -. Cuando uno se adentra en esa espiral nada perdura en la memoria porque nada es cierto. Pero allí estaba, en la consulta de don Patricio Iturraspe. Resultó difícil al principio. El miedo no concedía margen a mi mente. Abandonar mi domicilio implicaba exponerme a cualquier centro. Pero cuando, transcurridas unas semanas, el doctor me convidó a tomar asiento bajo del vano de la puerta de su despacho, por fin pude sosegarme. Desde esa portería improvisada, fui atendido durante meses por don Patricio que, en la previa de cada visita, situaba una butaca bajo su umbral. “Mire hacia la ventana y visualice un centro”, me pedía. Y yo recreaba el lanzamiento, intuía el declive de su parábola e intentaba sentir el peso de su caída. “¿Cuánta gente ve en el área?”, me preguntaba. «Mucha», le solía contestar. Y él insistía en si eso me tranquilizaba. Pero el tumulto me agobiaba, dificultaba mis movimientos. “¿Entonces se siente más libre si son pocos?” Me siento más desamparado, le respondía.- Y el anciano no pudo evitar una sonrisa –. Como en la vida. ¿Recuerda?
…Un día don Patricio me propuso imaginar el corner eliminándome a mí de la escena. Me hizo sentarme junto a él y observar de frente el marco de la puerta de la entrada. “No tema nada que ahora estamos en la grada,” me tranquilizó. “Ahora imagine un saque de esquina pero sin portero”, me dio unos segundos. «¿Qué siente?”. Pero sorprendentemente sentía lo mismo. El miedo seguía ahí aunque yo ya no estuviese. El mismo vértigo. La misma congoja. Fueron varias las sesiones observando los corners desde la tribuna que el doctor instalaba tras su mesa. Hasta que finalmente lo vi – suspiró aliviado .- No se trataba del balón, tampoco era el peligro de gol, ni el gol mismo. El problema era yo. Mi intrascendencia. La escena no variaba con o sin mí porque yo, en mi fuero interno, no pintaba nada. No me veía lo suficientemente determinante como para variar lo que el destino o los demás dictasen. Durante mi vida, me había arrinconado de tal modo que había interiorizado mi irrelevancia. Siempre pensando en los otros, siempre pensando en lo que pensaban. La única posibilidad de destacar era al regazo del larguero. Cuando el destino me enviaba un centro ineludible al área, ahí, en mitad de un tumulto a trompicones, yo me sentía irremisiblemente pequeño, casi insignificante, casi como una escena sin mí. – Y el anciano portero volvió a mirar hacia arriba – Así que todo pasaba por cobrar forma, por ponerse en la escena. Y para eso nada mejor que aceptar el envite de un centro tras otro. Aunque al comienzo diera un poco de miedo. Aunque fallara.
– ¿Qué? – inclinó los ojos hacia don Andrés que continuaba ensimismado con su vista al cielo- ¿Ya la ve?
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Jose R. 26 junio, 2014
Sin palabras, no puedo decir nada. Ojalá el travesaño fuera más ancho.
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