Si una cosa acredita el curriculum en los banquillos de Ernesto Valverde, es su capacidad para detectar las necesidades de los equipos a los que entrena y de aplicar, para ellas, recetas concretas que las subsanen. Así, su trayectoria como técnico se ha definido como un proceso adaptativo a través del cual el cacereño ha ido adoptando múltiples formas, y dando lugar, bajo su tutela, a equipos de lo más variado en cuanto a tipología. Sus Athletics, Olympiakos, Espanyol, Valencia o Barcelona son conjuntos de autor, pero de un autor eminentemente versátil. Sin embargo, existe una constante que los atraviesa. Un hilo invisible que los une a todos. Una marca de agua que, como una promesa, el Txingurri no ha estado dispuesto a olvidar. Todos sus equipos hacen de la presión adelantada una de sus señas de identidad. A veces para impulsar desde el ritmo feroz un juego directo que potencie el carácter vertical de sus futbolistas, otras para equilibrar estructuras en las que convive un gran número de piezas ofensivas, otras para disimular déficits creativos a través de un robo que aproveche espacios en las defensas contrarias, o para configurar escenarios de dominio territorial que se traduzcan en un control incuestionable de la situación. Ahora es su Barça quien ha convertido la defensa adelantada y el acoso en campo rival en una de las principales fortalezas que explican la buena marcha del equipo. Pero aunque esta vez tiene ingredientes distintos, en el Camp Nou la receta no suena del todo extraña.
«Si quieres ir al ataque, necesitas gente con una técnica fina, como por ejemplo Laudrup, y estos rinden mucho más en un campo pequeño que en un campo grande. Campo pequeño quiere decir que cuando tú juegas al ataque, mantienes que Laudrup no tenga que bajar cuarenta o cincuenta metros para defender, y que cuando recuperas el balón tenga que subirlos otra vez. Cuando puedes meterlo ahí dentro, el rendimiento de jugadores como Laudrup o Romário es mucho más grande, y además, como tocan mucho el balón, hay mucho para ver. Si no sólo los ves corriendo, y así los ves tocando el balón». La figura de Johan Cruyff como entrenador del FC Barcelona es un punto de inflexión en numerosos sentidos, fundamentados alrededor de una idea de juego que, a partir de él, se siguiera o no, siempre estuvo latente. Aferrada al tuétano. A fuerza de las victorias que hasta su Dream Team le había faltado a un club con menos títulos de los que correspondían a su historia, el holandés afianzó una cultura futbolística particular a modo de guía para el triunfo. El conjunto azulgrana nunca antes ganó tanto como con su receta, por lo que es fácil comprender que abrazara aquel desconocido e innovador fútbol como una verdad revelada. Una suerte de poción mágica en la que guardaría los secretos de unos éxitos tanto tiempo esquivos. Bajo la simpleza de un «si tú tienes el balón, el otro no lo tiene», escondería una nueva mirada. Una lógica compleja. Un punto distinto desde el que verlo todo.
Con Johan Cruyff la recuperación en campo rival tenía que ver con la capacidad de crear ventajas para propio equipo y desventajas para el adversario, a través del juego de ataque.
Hijo futbolístico de La Naranja Mecánica, su segundo aterrizaje en el Barça se llevó a cabo el mismo verano en que otra selección holandesa dirigida por Rinus Michels se alzaría con la Eurocopa, y con la intención declarada de recoger parte de la identidad de ambos conjuntos: «Quiero que mi equipo se parezca al Ajax y a la selección holandesa«. No obstante, del mismo modo que como jugador Johan había sido el verso libre en el estricto entramado diseñado por Míster Mármol, su trabajo en los banquillos, y más especialmente aquel referido al ejercicio de la presión, se desarrolló de un modo distinto. Con una apuesta de juego absoluta y extremadamente ofensiva, en la que de los tres defensas más habituales uno no lo era y a los otros dos se les permitía proyectarse por banda con alegría, todo se construiría a través del ataque. Situando a muchos hombres alrededor del balón para estar cerca del mismo si se perdía, desorganizando al rival a través de una combinación veloz e incisiva que buscara con ahínco los pases que superaran líneas, obligando a los delanteros contrarios a defender a sus teóricos marcadores, buscando la profundidad para que cuando el adversario se hiciera con el esférico tuviera ante sí once barreras que superar, haciendo norma del tercer hombre y pretendiendo un posicionamiento perfecto que permitiera a sus jugadores una ventaja de partida en la recuperación que, de otra forma, no habrían recibido.
«Si yo tengo que defender toda esta sala, soy el más malo que hay porque se me pueden ir por todos lados, pero si sólo tengo que defender esta mesa, ya puede venir el mejor jugador del mundo que no me pasará. Entonces, ¿qué es defender bien y qué es defender mal? Es relativo. Es distancia, nada más. Con Guardiola lo que siempre hicimos fue que donde jugase él estuviera empaquetado, que nunca tuviera que defender demasiado espacio. Siempre un espacio reducido. Entonces es sólo cuestión de ver, nada más. Siempre tenía que vigilar una cosa: tener a dos compañeros cerca para que sólo tuviera que defender un espacio pequeño. Así eres el mejor defensor que hay». Una forma de entender la recuperación en campo rival casi instintiva, como una necesidad de volver a hacerse con el control de la herramienta que debía abrirle todas las puertas, y en la que todo aquello que no proporcionara el ataque era afrontado casi desde la improvisación. Como si se tratara de una parte de la vida que no se estaba obligado a visitar. El juego de ataque debía pesar lo suficiente como para que no fuera necesario mirar hacia atrás.
Un principio similar dirigió los pasos de Louis van Gaal en el Camp Nou, aunque en este sentido, y pese a la magna obra que había alumbrado en Ámsterdam, su criatura dio la impresión de quedar incompleta. De su Ajax había escrito Pep Guardiola que «asumía todos los riesgos que un equipo es capaz de asumir«, pero que los esquivaba porque «todos sus futbolistas, de diferente calidad, pero todos, sin excepción, eran conscientes de cuál era su misión sobre el terreno de juego. La disciplina de las posiciones. La posesión de la pelota como idea básica. El juego con ayudas constantes. El movimiento a dos toques…». El suyo fue un Barça, nuevamente, exageradamente ofensivo y con dos particularidades con respecto al Ajax campeón de Europa que quizá expliquen las dificultades del equipo para construir una transición defensiva competitiva que tuviera su origen en campo contrario, y algunas leyendas negras como las que escribió El Piojo López. Una de las diferencias tenía que ver con el mejor futbolista del equipo, un Rivaldo situado en el extremo izquierdo pero ávido de la mediapunta en la que se coronaban los cracks brasileños, que a diferencia del Overmars que Louis dirigió en Holanda demandaba constantes compensaciones posicionales cuando abandonaba la cal. A menudo ofrecidas desde el interior izquierdo por Cocu, el resultado acercaba al holandés a la zona del extremo pero lo alejaba de la del mediocentro. Donde antes Cruyff había abrigado a Guardiola, ahora se destapaba al catalán, quién además, y pese a que en el Barça de Van Gaal se convirtió en el líder futbolístico absoluto que con Johan fueron otros, no exhibía la capacidad física de Davids, Seedorf o Frank Rijkaard para acaparar grandes extensiones de campo.
A raíz de Frank Rijkaard, en el Barça la escuela holandesa se mezcla con aspectos del fútbol italiano. El holandés primero y Guardiola después, añadieron táctica a la noción primigenia de presión de Cruyff.
Fue con este último, aprendiz en primera persona de Cruyff y Van Gaal, pero también de Arrigo Sacchi, que la presión del Barça, aún sin perder el balón de vista, adquirió matices. La pelota ordenaría, seguiría siendo el centro, pero a diferencia de sus dos compatriotas Frank también tocó otras teclas. Fue la síntesis entre dos mundos. Las diagonales de Rafa Márquez, los pases de Ronaldinho o los desmarques de Samuel Eto’o y Ludovic Giuly para generar contextos de ventaja tras pérdida, compartiendo espacio con la contribución de piezas como Edmilson, Thiago Motta o un Deco educado con Mourinho. Un Barça en el que Xavi e Iniesta rara vez podían coincidir en el mismo mediocampo porque su funcionamiento todavía no lo permitía y comprometía la seguridad de su estructura. El artífice del último cambio fue Guardiola. Creación de Cruyff, alumno con Van Gaal y conocedor en primera mano del Calcio como Rijkaard, su sello, vinculado a la conservación del cuero, siempre le reservó un lugar preponderante al robo («si se trata del balón, confieso que soy egoísta: lo quiero para mí. Por eso si no lo tengo, voy a por él a toda prisa») hasta el punto de haber declarado en alguna ocasión que aquello en lo que más empeño pone en los entrenamientos es en el trabajo acerca del posicionamiento de sus futbolistas cuando el equipo pierde la posesión: «La clave es estar siempre entre los jugadores. Siempre entre dos posiciones. Lo mejor es sentir que desde aquí puedo llegar al central y también al lateral. Que el jugador contrario no sepa cuál es su defensor«. Sin dejar de ser una respuesta sin balón, nuevamente, creada a partir del ataque. «La intención no es mover la pelota, sino mover al oponente. Llevarlo donde tú quieres».
Ataque y presión como dos caras de una misma moneda. Uno, el objetivo deseado, y el otro, el pilar ineludible sin el cual éste no es posible. Hoy, el Barça de Ernesto Valverde marca la pauta desde una presión distinta, más física, menos demandante de escenarios previos favorables, incluso, a veces, siendo más origen que consecuencia. Más plataforma sobre la que los ataques cobran ventaja que beneficiaria de una ofensiva aguda. Pero su nueva realidad , la que orquesta a partir de la pizarra del Txingurri, permanece vinculada a aquellos primeros postulados. A que mejor que Messi no tenga que bajar cuarenta metros cuando el equipo pierde el balón para volver a subirlos cuando se recupera. A que es preferible meterlo en un campo pequeño para verlo tocar mucho el balón, que en uno grande para verlo correr. A que cuanto antes se le arrebate el cuero al contrario, antes lo podrá tener el argentino en sus botas. Y que cuanto más arriba lo tenga, mejor.
Javier 20 febrero, 2018
Gran trabajo Albert!!