Remontar un 4-0 en una eliminatoria de la Liga de Campeones no es una cuestión de fútbol. Cualquier equipo que gana lo suficiente como para llegar vivo a estas etapas atesora nivel más que de sobra para evitar encajar cinco goles si, para clasificarse, sabe que con eso basta. Cualquiera. No digamos ya uno de la talla del Paris Saint-Germain, cuyo once titular está copado de internacionales. Por tanto, de cara a volver posible lo que no lo parece, el primer paso consiste en penetrar en la mente del adversario, borrar sus defensas y volverla loca, lo que sólo se puede conseguir de una única manera: por contagio.
La locura del FC Barcelona es ganadora porque se originó tras una deducción coherente. En el joven siglo que transcurre, no hay equipo que haya acumulado ni más triunfos ni mayor admiración, y cuando uno frecuenta tanto el pico de lo racional, acceder a lo que la razón no comprende, al fin y al cabo, se halla a nada más que un pasito. Por eso el técnico, el grupo y la afición primero creyeron, luego tuvieron fe y al final gozaron incluso de confianza; una confianza tan real, tan poco artificiosa, que se imprime en la mirada, las expresiones y hasta el tono de la voz y, sin remedio, resultan captadas por los sentidos de la víctima. Entonces, el milagro ya se dio. Porque lo más alucinante de la remontada del Barça contra el campeón de Francia no estribó en lo que ocurrió, sino en que, visto con perspectiva, no pudo no ocurrir.
Luis Enrique modificó su pizarra para, con sus decisiones, escribir un mensaje en claro: «se puede».
Los planteamientos de ambos entrenadores tuvieron peso decisivo en lo más importante del choque, que era su balanza anímica. Luis Enrique tomó tres decisiones a definir como ganadoras. La primera, mantener la apuesta por el 3-4-3, el esquema que ha recuperado, por H o por B, la autoestima de su plantilla. La segunda, alinear a Mascherano con una doble intención, la de marcar al peligroso Draxler con su defensor más técnico y la de situar al emperador Piqué en el centro de la línea de tres zagueros. En última instancia, resolvió sacrificar al versátil Sergi Roberto en favor del más ofensivo Rakitic, en una elección de gran calado táctico porque se eliminaba, de partida, la opción de formar, sin balón, el 4-4-2 con el que el asturiano se siente más seguro. El mensaje, así pues, era esclarecedor: el Barça pretendía no defender nunca. La patata caliente, para Unai.
Y Unai, experto en eliminatorias pero novato -totalmente novato- ante el escenario de intentar eliminar a un histórico de la competición que más le importa, no supo afrontar sus quehaceres con igual acierto que su homónimo. Su once titular parecía relativamente canónico dadas las bajas, pero en lo referido al chip, o indujo al pánico a sus futbolistas o, en el caso de que él no fuese el origen, no logró extirpárselo. El Paris Saint-Germain saltó al Camp Nou muy acongojado, preso de un miedo de brutal trascendencia táctica. Para muestra, la escena más repetida del film: o Mascherano, o Piqué o Umtiti, los tres súper pulcros y sin ninguna presión en 10 metros a su redonda, subían con el balón controlado hasta alcanzar, más o menos, el último cuarto de la cancha. Hasta ahí, curioso. Pero hubo más: a cada paso que daban ellos, el PSG respondía dando dos hacia atrás. El Barça, sin presentar más -ni menos- que su gloriosa historia reciente, disfrutaba de un control posicional absolutamente tiránico; acreedor de su remontada.
El Barça nunca logró establecer un ritmo ofensivo afín a la remontada que estaba intentando completar.
Pero los azulgranas no supieron convertir ese dominio táctico en un caudal ofensivo propio de la gesta que concretó. Si bien nunca sabremos si Emery orquestó, o no, el repliegue que ejecutó su equipo, sí que cupo deducir que parte de su estrategia en defensa se basaba en regalar los costados y concentrar la mayor parte de sus efectivos en el carril central, algo que albergaba cierto sentido ante el hecho de que Luis Enrique había prescindido de la sorpresa, llegando desde atrás, de Sergi Roberto y Jordi Alba. Y hay que reconocer que, sin emitir nunca una sensación sólida o infalible, por el centro, donde estaban Iniesta, Messi y Suárez, el Barça apenas creó juego. Sin embargo, por bandas, el Camp Nou respiraba esperanza.
Rafinha jugó a placer desde el minuto uno al último y otorgó al Barça cierto ritmo ofensivo, aunque no el suficiente considerando que fue el destinatario del mayor número de ventajas culés. Quizá dejó a deber. Pero Neymar JR compensó sobremanera. De menos a más, porque empezó omnipresente pero acabó omnipotente, la estrella del fútbol brasileño exhibió una autosuficiencia hoy por hoy sin comparativa en lo referido a crear peligro por sí mismo, y desató, a pares, pequeños huracanes que arrebataron al PSG la compostura que adquirió con el ingreso de Di María al campo. Aunque lo demoledor fue lo acaecido tras el minuto 85. Hasta Luis Suárez, siempre indoblegable, parecía haberse rendido tras un cuarto de hora de fútbol frustrado sin recompensa ni atisbo de ella. Pero Neymar conservó la fe. La fe en el juego, en el Barça y en sí mismo. El recorte previo al pase mortal a Sergi Roberto es de futbolista que camina por encima del bien y del mal de la Copa de Europa, de la Champions League. Neymar es indemne a la misma.
Ter Stegen, con su paradón a Cavani y su robo a Di María en el descuento, probó calidad y grandeza.
Y se habla de este torneo como si hospedase vida y voluntad porque anoche, en el Barcelona 6-Paris Saint-Germain 1, volvió a demostrarse que es tal cual. La Champions League importa tanto a quienes la disputan que transforma las emociones y, por tanto, todo. Y tiene contexto. Sus partidos no empiezan en el minuto 1, sino en el principio de sus tiempos, y hay que ser no ya muy bueno, sino también muy especial, para que sus trucos no te cambien. Por eso, quien ya escribió historia y deja que esta tome el testigo como autora de la de su futuro, gana más que el resto, y completa hazañas que los demás no pueden. El Paris Saint-Germain fue víctima de 20 años de fútbol que han cambiado la mentalidad de un club. En el Camp Nou, anoche, cuando hacían falta tres goles y quedaban dos minutos para el 90, no se había marchado nadie. Por eso los franceses, que en su puesto no habrían llenado ni tres cuartos del Parque de los Príncipes, creyeron en la derrota. Por eso el Barça, sin demasiado ritmo ofensivo, sin crear muchas ocasiones, sin permitir siquiera que hoy glosemos a Leo Messi, completó una remontada histórica como la que más. Porque el milagro no se dio tras el chut de Sergi Roberto. El milagro ha sido paulatino.
Foto: Laurence Griffiths/Getty Images
Henryhm 9 marzo, 2017
Gracias a todos los que formais parte de Ecos. Creo que nunca me cansaré de decirlo.