«Fuimos a Inglaterra y no le interesábamos a nadie. Teníamos a un chico que hacía de entrenador y simplemente nos dijo: ‘Salid ahí y no hagáis tonterías’. ¡Qué coño tonterías! En tres minutos les habíamos metido dos goles, pero el segundo nos lo anularon y a mí se me soltó la lengua y le dije de todo al árbitro». Ferenc Puskas (1995) en una entrevista con el diario «El País» en Budapest.
Cuando el fútbol empezó a practicarse de manera organizada, es decir, siguiendo las reglas de los ingleses, no existía la figura del entrenador. Un gran olvidado del fútbol español, don Pablo Hernández Coronado, lo explicaba de una forma muy divertida. Él decía que en la época en la que todos los aficionados eran jugadores y, lo que que le resultaba aun más extraño, todos los jugadores aficionados, el jefe del equipo era el capitán; el cual era designado por sus propios compañeros a través de una votación directa. Durante aquel periodo legendario, y siempre según Hernández Coronado, la función del capitán se limitaba a elegir a los jugadores que formarían el equipo y a indicar el lugar que en el ocuparían. Un alineador, vamos.
Aunque ya entonces existían discrepancias sobre cómo debía desarrollarse dicha función. Por ejemplo, podemos encontrar una referencia sobre la adecuada dirección técnica de un equipo en un artículo de la revista deportiva madrileña «Gran Vida», publicado en marzo de 1904 y escrito por el corresponsal francés, aunque residente en Madrid, Ernest Cottart. Monsieur Cottart hablaba de la «homogeneidad» como una de las cualidades más deseables para un team. Su tesis consistía en defender que la superioridad de un equipo se sustentaba en el «respeto, disciplina y obediencia» a su capitán, el cual deberá corresponder a dicha confianza procurando que sus subordinados conserven sus sitios respectivos en defensa y entrenando a sus delanteros para que hagan «muchos passes». De cara a la elección de los jugadores, Cottart recomendaba hombres ligeros para la delantera y hombres pesados (aunque ágiles) para la defensa. Y también advertía sobre el juego personalista, que solo busca el aplauso fácil del público inexperto.
La dinámica autoritaria propuesta por Monsieur Cottart dista mucho de lo que Hernández Coronado cita como lo habitual durante la primera época. Según el ex seleccionador nacional, si a alguno de aquellos capitanes se le hubiese ocurrido, por ejemplo, decirle a sus compañeros que diesen vueltas al campo o que hiciesen flexiones, además de perder el puesto seguramente hubiesen visto peligrar su integridad.
Siempre existió la figura del director técnico, pero era elegida democráticamente por el resto del equipo.
El cambio de las estructuras de poder en los equipos se produjo de un modo progresivo, conforme aumentaba el numero de ex-jugadores y estos acaparaban los puestos directivos. Según Hernández Coronado, el paso clave fue retirar a los jugadores la capacidad de elegir su capitán, pasando esa atribución a las juntas directivas. Él interpreta que esta decisión se sustentó en dos razones: una explicita y otra implícita. A priori, al institucionalizar dicha elección se consideraba que los capitanes pasarían a tener una mayor autoridad. Pero para Hernández Coronado esta decisión escondía una dimensión política y no deportiva, puesto que lo que facilitaba era que la Junta influyese de un modo más directo en el equipo.
El siguiente paso en esa dirección fue la importación de la figura del director técnico a la manera inglesa. Los primeros entrenadores fueron jugadores del propio club que acababan de retirarse, luego llegaron los veteranos de otros clubes y finalmente los técnicos extranjeros. El puesto iba ganando paulatinamente en importancia, cada vez estaba más «tecnificado» y, en consecuencia, mejor retribuido. Hernández Coronado se muestra suspicaz tanto en relación al progresivo empoderamiento de la figura del entrenador, como respecto a los motivos ocultos que entendía que había tras este ascenso.
Es interesante contrastar la opinión de Hernández Coronado (1955) sobre el impacto de un técnico en un equipo con las declaraciones que hizo sobre el mismo tema Alfredo Di Stefano (1964), porque son muy parecidas. Di Stefano aseguraba que un director técnico, «sabiendo», podía colaborar a lo sumo en un diez por ciento para conseguir el triunfo. Pero el técnico que no sabía podía perjudicar al equipo en un cuarenta por ciento. Hernández Coronado estimó, a ojo de buen cubero, que un buen trabajo técnico podía mejorar las posibilidades de un conjunto hasta un quince por ciento. Sin embargo también podría reducir el rendimiento hasta un cincuenta por ciento, si los entrenamientos eran demasiado duros, si contribuía a que hubiese disensiones dentro del grupo o si toleraba la indisciplina.
A pesar de que el potencial teórico de mejora era muy inferior al de deterioro, Hernández Coronado consideraba que los entrenadores eran «necesarios»; si bien no tanto por la vorágine tacticista, con la que se muestra muy crítico, sino por motivos sociológicos. Los entrenadores existían, principalmente, para ejercer cierta sensación de control sobre los jugadores; y porque siempre hace falta alguien cuya principal misión sea tener la culpa. Este segundo punto está vinculado a la necesidad de una catarsis periódica en los equipos. La conveniencia de sacrificar un chivo expiatorio que permita transmitir metafóricamente la sensación de «borrón y cuenta nueva», así como eximir a la Junta de toda responsabilidad por una teórica mala marcha del equipo. Hernández Coronado considera este mecanismo como parte de una «religión del deporte, con sus mitos, sus ritos, sus santos y sus santones», y a esta esfera pertenecerían, por ejemplo, esas expulsiones solemnes de entrenadores. Si bien él parece apuntar a que considera estas dinámicas como algo necesario.
Sin embargo, en el otro lado del océano, el periodista argentino Dante Panzeri habla también sobre esta misma dimensión «espiritual» del fútbol, aunque con un enfoque mucho menos compasivo. Sirva como ejemplo el artículo publicado en el número 6 de la revista Satiricón (1973), en donde considera equiparables a la charlatanería política, el curanderismo y al «macaneador» (estafador) religioso con los directores técnicos del fútbol. De hecho Panzeri se muestra aun más despiadado con los entrenadores que con las otras supuestas patrañas, puesto que si bien atribuye a la religión o al curanderismo algún «servicio espiritual», considera en cambio que los directores técnicos son el caso más incomprensible de cuantas «supercherías» (sic) hay en el mundo. Aun cuando en el artículo de Satiricón asegura que el fenómeno le resultaba incomprensible, parte de su obra fue encaminada a sistematizar una teoría coherente sobre cómo funcionaba y a quién servía este fenómeno de los técnicos futbolísticos.
Es un sacerdote de la religión futbolística y el chivo expiatorio que limpia los pecados del grupo.
Si ponemos en paralelo el trabajo de Dante Panzeri con los escritos de Pablo Hernández Coronado, constataremos que sus enfoques particulares son bastante compatibles. Ambos dan preeminencia a su función como «chivo expiatorio». La diferencia entre ambos es que Hernández Coronado razona que el funcionamiento es similar al ritualismo religioso, mientras que Panzeri prefiere compararlo con una comedia teatral, pero al fin y al cabo el procedimiento es parecido. Panzeri lo explicó con todo lujo de detalles en otro artículo de Satiricón (1974) dedicado a «Los dirigentes del fútbol». Allí dice claramente que el director técnico fue un invento de los dirigentes y que su función principal consistía en darle a las masas de aficionados un culpable visible para que los directivos quedasen a salvo. Lo mismo que veinte años antes había razonado Hernández Coronado, si bien éste ahondó más en el fenómeno estableciendo que la catarsis de la destitución también era útil para los jugadores -y no solo para los directivos- y que el advenimiento de un nuevo técnico suponía darle al aficionado una nueva ilusión. Algo necesario porque, según él, las masas «siempre se creen con derecho a los milagros». Por ejemplo, que de once malos jugadores pueda salir un buen equipo.
El segundo aspecto en el que tanto Hernández Coronado como Panzeri coinciden es en la relevancia del entrenador a la hora de asentar el discurso de la tecnificación. Hernández Coronado usó un paralelismo muy interesante para explicarlo. Comparó el fútbol con el ajedrez. Según parece también este juego de tablero ha vivido una época romántica de gambitos y juego abierto, en contraposición con la época «moderna», en la que se pasó a un juego posicional y en donde primaba el enfoque defensivo. Es decir, proteger la posición propia antes que atacar la ajena. Similar al abandono en el fútbol de la jugada arriesgada y espectacular para evitar desajustes defensivos. El cambio vino ligado a lo que Hernández Coronado llamó la «manía del supercientifismo». La aparición de una apabullante bibliografía teórica sobre aperturas y finales de partida con el análisis de millares de variantes. Lo mismo que estaba sucediendo en el fútbol español desde la década de 1950. Sin embargo, el gran ajedrecista Capablanca ya advertía que la memorización de variantes siempre sería menos eficaz que el talento combinatorio de un jugador que no memoriza, pero conoce el espíritu de cada apertura. El ajedecista, por tanto, nace y no se hace, y lo mismo sucede con el futbolista.
Por su parte, Dante Panzeri en el artículo «Traducciones del insecto D.T. (que no es un insecticida)»habla de lo que se despilfarra en el fútbol siguiendo las indicaciones del D.T. sobre supuestas necesidades tecnológicas. Les señala, por tanto, como colaboradores necesarios en la inflación de la manía del supercientifismo. Algo que Hernández Coronado dejaba entrever, pero que no afirmaba con tanta crudeza. Si bien cabe matizar que en su libro «Dinámica de lo impensado», Panzeri descarta que el entrenador tenga la paternidad de dicho discurso, siendo más bien ellos mismos un síntoma de una dinámica social. Así lo apunta en los primeros capítulos, en donde se dedica a explicar porque el fútbol es «ciencia oculta de imposible enseñanza académica». Si no se puede enseñar, es lógico que el director técnico o entrenador, que pretende «automatizar la espontaneidad», le parezca parte de un show. Un tocomocho. No obstante, Panzeri matiza que este funcionamiento -él diría comedia- es una adaptación del discurso del progreso moderno, que es el paradigma dominante que ha sustituido al humanismo tradicional. Las raíces de este fenómeno las encontramos en la Revolución industrial y se caracteriza por promover la mistificación de la ciencia y de la tecnología. Lo cual a nivel futbolístico se tradujo en un alud de técnicos y especialistas, algo así como «científicos del instrumento-jugador» según decía Dante.
El discurso de la supertecnologizacion exige la sustitución de los artesanos por técnicos.
Un antiguo futbolista y periodista uruguayo, Diego Lucero, dejó escrito un artículo totalmente compatible con este enfoque y titulado: «Lo más importante es el progreso, por eso ahora importa más el DT que los jugadores». El texto interpretaba que el fútbol «moderno» se distinguía por querer priorizar la apariencia de progreso y supertecnificación, por encima de los aspectos realmente significativos del juego. La preeminencia del director técnico y de los equipos multidisciplinares (psicólogos, dietistas, etc etc) le parecían por tanto puro marketing. Había que vender la idea de que lo que se hace es «más moderno». Así que de esto extrapolamos que la creación y empoderamiento del propio rol de entrenador fue una forma de proyectar la imagen de que el fútbol era cada vez más técnico, lo cual estaba de acuerdo con las ansiedades del momento.
Panzeri resumió todo esto diciendo que el entrenador era un personaje de «modernización», en el que el dirigente había visto un «oportuno parapeto de contención de histerias colectivas ansiosas de culpables». Los entrenadores, por su parte, habrían aceptado este mecanismo perverso porque eran fundamentalmente ex-futbolistas que pretendían «seguir trabajando en el fútbol». A los oriundi rioplatenses, jugadores que se repatriaron a América desde Europa, ante la amenaza de la Guerra mundial, les atribuye la importación desde el Viejo continente del discurso tecnológico. Según Panzeri porque habían visto que era un modelo de negocio rentable.
Lo que parece cierto es que el jugador latino, ya fuese español, uruguayo o argentino, había sido históricamente suspicaz con la figura del entrenador. Prueba de ello es que hay numerosas citas sobre el tema en autores que no son Dante Panzeri. Pablo Hernández Coronado dice en «Las cosas del fútbol» que los entrenadores son tan necesarios que hasta los jugadores «se han convencido ya de ello», lo que significa que durante mucho tiempo eso no había sido así. Y el entrenador uruguayo Ondino Viera no dudó en dejar por escrito que la superlativa técnica latinoamericana se desarrolló «sin directores técnicos ni cuerpos de asesoramiento»; lo hicieron los propios jugadores. Y él considera que era una forma de arte a la que llamó «Destreza del fútbol arte de América». Es más, prácticamente lo considera un deporte distinto al practicado en Europa, al que llama «Fútbol fuerza de Europa».
La transición del jugador al entrenador es por tanto un derivado del final del amateurismo y de la llegada del profesionalismo. Si bien el amateur original se podía permitir no cobrar, porque disfrutaba de una situación económica desahogada, la llegada del profesionalismo y del fútbol abierto a todas las clases sociales, produjo la necesidad de seguir lucrándose incluso cuando la capacidad de ejercer la actividad futbolística había cesado.
La proliferación de ex-jugadores aumentó la necesidad de crear puestos no esenciales.
El periodista italiano Gianni Brera escribió en un artículo titulado «Il più bel gioco del mondo» el itinerario socio-económico del entrenador en Italia. La invasión de técnicos danubianos entre 1922 y 1930 se había debido a la disolución del Imperio austrohúngaro, lo que llevó a que ex-jugadores o simples conocedores del fútbol de aquella región partiesen a buscar un trabajo en Italia. Y esto se debió a que existía un nicho en el mercado porque los pequeño-burgueses italianos aún no consideraban en esa época que la carrera de técnico fuese lo suficientemente rentable. Durante los años ’40 fue cuando los ex-jugadores italianos empezaron a constatar que resultaba mejor negocio trabajar en la enseñanza del fútbol que hacerlo en calidad de, por ejemplo, contable. Este retraso propició, según Brera, la falta de una escuela nacional hasta 1960 con la apertura del centro de Coverciano.
Aunque el puesto de entrenador es una opción de futuro y lo ocupan hombres que han sido parte «de los suyos»; los jugadores suelen mostrarse suspicaces con los que cumplen este oficio. Una anécdota quizás dibujará mejor estas tensiones que cualquier descripción fenoménica. Durante su última campaña como jugador, Bernabé «La Fiera» Ferreyra acompañaba al equipo durante los amistosos, como reclamo para los aficionados del interior que estaban familiarizados con su nombre. Bernabé apenas salía 10 minutos y luego se sentaba en el banco, pero aun era jugador. En cambio un ex-compañero suyo, Renato Cesarini, hacía ya de entrenador. Un día que habían ido a jugar a Córdoba, Bernabé se sentó en el banco a su lado y empezó a decirle a Cesarini: «¡No hay sangre! No son hombres…» Y Cesarini asentía. Y cuando Bernabé vio que le seguía la corriente, le anduvo calentando un rato y luego le dijo: «¿Y por qué no entrás vos?… Yo creo que tenés que entrar… Entrá… Vestite…». ¿Resultado? Cesarini saltó al campo a jugar y Bernabé empezó a gritarle a los cordobeses: «¡A ese!… ¡A ese!… ¡Leña a ese que es el entrenador!». Y a Cesarini le molieron a palos. Al final, cuando salió de la cancha Bernabé le soltó: «¡Vos si que tenés sangre!». Cesarini había olvidado que quizás podrían tolerarle, pero ya no estaba entre compañeros.
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H.. 1 diciembre, 2016
Genial artículo, no he podido comentar desde mi twitter por alguna razón (hace un buen tiempo que no lo consigo, no sé por qué) pero sigo sorprendido todavía de ver tantas cosas que ni había pensado sobre el fútbol. Ante lo que leí me surgió la pregunta: ¿Quién fue el primer entrenador de la historia?
También entiendo ahora por qué David Mata habla de dar menos mérito a los entrenadores del que suele darse, aunque yo creo que en los tiempos actuales sí tienen un efecto mucho mayor, pues conjeturo que ya la mayoría de los futbolistas no están formados para pensar globalmente y tácticamente en su equipo sino sólo en su posición, por lo que quedan muy pocos que aún puedan tener ese efecto de director en la cancha.
En sí yo haría una analogía entre el entrenador y el director de orquesta clásico, que es consciente que muchas veces los músicos podrían tocar solos la obra sin su batuta (O también ser dirigidos por uno entre ellos) pero el sistema está ya hecho para que sea indispensable que los dirija un músico externo, pues cada uno sólo tiene las partituras de su parte y no de todas las partes juntas, las partituras de la obra total siempre las tiene el director.
Muy buena anécdotala de Bernabé y Cesarini, ¿Qué partido fue exactamente?