Al Johan Cruyff futbolista se le han asignado profusas definiciones y lluvias de adjetivos. Lo hemos intentado explicar de mil modos, con cientos de palabras. Pero, como diría Cortázar, las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma. Entonces, es suficiente con sentir. En la final de la Copa del Mundo de 1974 entre Holanda y Alemania, a Johan le bastó menos de un minuto al comenzar el partido para que su cuerpo de alambre se disolviera y se convirtiera en momento, en 55 segundos en los que se abrevió y se hizo jugada y emoción.
En aquella jugada ante la poderosa Alemania, Johan Cruyff fluyó como siempre lo hacía.
El dios naranja toca la primera pelota de esa final, como si ese gesto inaugural, sacando desde centro del campo, ya recogiera el mensaje de que ese partido, ese día y ese torneo eran suyos, de su propiedad. Adora centralizar la escena, signo de su ascendencia sobre las situaciones, los compañeros y el juego, una descarga continua de rebelde autoridad que recorre el campo con la fuerza de un viento huracanado. Más que un líder, es un jefe: un dominio que aplasta. Y así se entiende él y así lo entienden a él, como si viviera en permanente rebelión con el mundo. Amaga con asaltar líneas y trasladarse a la delantera, un lugar donde nunca está, pero siempre aparece. Pero se frena en el círculo, sin salir de él, mientras los demás tulipanes se mezclan entre un cordel de pases de pelota.
Haan se apartó; era el momento de que todo fuera de Johan CruyffHolanda digiere ese fútbol hiperbólico y revolucionario como si masticara el tiempo. Lo hace desde sus centrales, trenzando poco a poco, alejando hacia su terreno a esos alemanes de colmillo retorcido, hasta que él irrumpe decidido, descendiendo posiciones, algo escorado en el sector izquierdo. Rijsbergen, entonces, se la cede a Haan y a él lo vemos con una carrera ansiosa y horizontal, activado por un golpe de electricidad: necesita ese balón. Acude a él y se lo arrebata al compañero. Lo aparta. Haan abandona la escena de puntillas, con un pudoroso temor, plegándose así ante la soberanía inflexible del dios naranja. Agarra así la pelota aún metido diez metros en su campo y comienza a gestar su obra panorámica: ordena un pase y lo da. Holanda ya está entera con el cuerpo metido en el territorio enemigo, con él de último hombre. Todos sus compañeros, excepto el portero, se le abren y se le cierran por delante. Es su dimensión preferida, elegir a quién, cuándo, dónde… seleccionando él las respuestas, gobernándolo todo. Es poder absoluto. Y, en ese punto, le devuelven la pelota, y arranca. Emprende una carrera flaca en la que se aprecia ese perfil mágicamente enjuto, unas piernas de mimbre imposible, un fútbol de ángulos oblicuos y afilados. Cambia el ritmo, porque esa es la firma de sus mejores obras: frenar el reloj y lanzar luego sus manecillas al cielo. Destroza a Vogts. Acelera. Ya es delantero de nuevo. Pisa el área como una manada de búfalos. Y Hoeness le atrapa los tobillos como quien caza a una quimera. Es penalti.
En un suspiro, lo ha ejecutado todo y ha demostrado todo: saca de centro como un delantero, baila como una mariposa ingrávida entre los espacios del mediapunta, encuentra el momento de la pelota y la ordena con la puntualidad del mediocentro, comienza las cosas fondeando en su equipo como un líbero transoceánico, desata la zancada, el amago y el escape con los modales de un extremo y acaba invadiendo el área con determinación y furia, volviendo así al aroma del delantero: en 55 segundos, ha reverberado en el césped un futbolista universal. Es Cruyff: autoridad, conocimiento, poesía, música y rebeldía. El Leonardo Da Vinci del balón.
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ALFONSO G MONTILLA M 1 abril, 2016
Mientras lo leía, se me erizaba la piel !!! de 10 !!!!!!!!!!!