1) Martini seco con vodka
Los chicos del barrio saben que cuando te pones tus mejores galas te quedas desnudo. La comunión, la graduación, un entierro. Aunque sea tu arma secreta, te debilita, te desprotege, te deja en pelotas. La piel es más fuerte cuando se ha curtido a patadas en un callejón sin salida y con una portería pintada con tiza y sangre en la pared. La que delimita lo que somos de lo que soñamos. La que separa el corazón y la cabeza, el sudor transparente del que fantasea y el partido imaginario que se vive. La que es final y es principio si logras saltarla. La que es principio y final si logras quedarte. Georgie se despierta por la mañana con la misión secreta de vivir como si fuera el último día del mundo. Es un niño de barrio en el Belfast frío y caliente de los años 50, tiene el pelo oscuro y rebelde sobre las orejas y la imaginación luminosa y fértil sobre la cabeza. Hoy, por ejemplo, imaginó que la chica más guapa lo quería, que tenía que rescatarla y con ella al mundo (aunque antes a ella), que en sus pies tenía una Walther PP de 9mm (o una Beretta 950 B) y en sus manos 3 balones de oro o de diamantes o de algo caro y distinguido. También imaginó que jugaría con Bobby Charlton y le daría un abrazo cada vez que un defensa hijo de mala madre quisiera instaurar su dictadura perversa y brutal. La de los malos. La de los que nos quieren matar y secuestrar todos los balones redondos del mundo.
Hoy sin embargo es 6 de febrero de 1958 y no es un buen día para imaginar nada. Es un día de mierda cabrón hijo de puta marrano mamón. El padre de Georgie tiene puesta la radio mientras se prepara paraEl accidente de avión hundió a los red devils marchar al astillero mientras que por una mañana Irlanda del Norte llora a Inglaterra. Las lágrimas calientes encogen el corazón y envejece a los niños de la academia militar de la vida donde Best dormita. Los pájaros graznan de memoria una alineación que nunca más volverá a suceder y hace un frío de cojones pero sobre todo por dentro de la garganta y la epidermis. Es un aire helado que llega desde Alemania y que ataca directamente a las leyendas de pies de plomo y corazón de barro. Que enferma a las estatuas. Que insinúa miles de posibilidades (si el capitán tal, si el pasaporte de Johnny Berry no…) y variables de las que en esos momentos es absurdo evaluar: el avión que llevaba a los Busby Babes de vuelta tras el partido contra Estrella Roja, se ha estrellado en Munich y 15 personas y ocho futbolistas han muerto. Entre ellos, mitos que empezaban a caminar como Duncan Edwards, David Pegg o Liam “Billy” Whelan. Entre ellos, la eternidad.
Matt Busby tuvo la habilidad para ver el jugador que había tras el conflictivo joven de Belfast.
Es un golpe certero como un martini seco con ginebra seca con vodka seco. De esos que llevan una aceituna como único resquicio a otros matices, pero que queda a tu disposición cuál es el momento justo o preciso para añadir esas diferencias. Georgie toma su primera pinta en el pub de Creagah y decide que será agente secreto para vengar el futuro de los que no pudieron sortear la muerte. A eso ayuda que un desconocido mande un telegrama al superviviente más célebre de aquella tragedia, en una de las comunicaciones más famosas de la historia. Sir Matt Busby, al que podemos llamar M, el Ian Fleming de todas nuestras vidas, era especialista en personas especiales y dio el visto bueno para reclutarle al servicio de su majestad el fútbol. Todo cambia para volver a lo de antes, que no lo dijo Lampedusa pero lo digo yo ya que estamos.
Con 16 años nace el Doctor Sí, el del yes a todo y todas, el ídolo pop más rockero y heavy, el canijo que se agiganta con un balón en los pies y varios defensas a las espaldas. El guapo que embelesa y el chulo que se castiga. Pero de momento, embelesa. Llega en 1963 y se hace mayor mientras en el cine ponen Desde Rusia con amor. En plena guerra fría, él se calienta en lo que dura un regate, en lo que se enciende una sonrisa, en lo que su nombre empieza a sonar como conjuro definitivo de la venganza contra el destino siniestro que marcó a un equipo para siempre. Best, George Best, simplemente el mejor compañero de Bobby Charlton, Pat Crerand, Nobby Stiles y Denis Law en la conquista del sueño que se volvió pesadilla. El agente secreto que vengaría a todos los que habían sufrido el accidente terrible, la conjura maldita, el mal con mayúsculas de sangre y nieve. Georgie liga con una rubia que se parece a Daniella Bianchi y se toma una copa que resulta ser la de Europa.
2) Agitado no removido
Es 29 de mayo, es 1968 y es Wembley. George Best es todavía Sean Connery y nos mola. La camiseta no le queda ajustada, la pelota es un invento de Q para dominarlos a todos en el momento en el que menos se lo esperen. En el minuto 93, por ejemplo. Tras un cabezazo hacia atrás de Brian Kidd, el Agente 007 con el 7 a las espaldas de su chamarra azul (sí, el Benfica se quedó con el rojo de sus números y sus límites ornamentales) consigue regatear a los dedos de oro del Goldfinger portugués José Henrique Rodrigues, “Ze Gato” para los enemigos, para a puerta vacía poner la primera Copa de Europa cuesta abajo para los de Mánchester. Ningún villano pudo pararlo ni la excesiva benevolencia del trencilla italiano Lo Bello, ni las patadas cargadas de veneno letal de una defensa aguerrida liderada por el veterano Fernando Cruz. Ninguna organización criminal, ni ningún gerifalte gato en regazo pudo detener el final feliz. Era el mejor momento de su historia, los Diamantes para la eternidad de su legado, la madurez de su esencia. Y lo bueno, o tal vez lo malo es que solo tenía 22 años recién cumplidos.
Su movida vida extradeportiva, como no podía ser de otro modo, pasó factura a su juego.
Llegaron nuevas misiones cumplidas, nuevos casos resueltos, nuevas heroínas salvadas in extremis, espías dobles descubiertas, triples mortales, trampas sorteadas, noches de champagne, mañanas de beluga. Y Rosthchild del 47 y Dom Perignon de 53, y chupitos de vodka y delirios de Jagger (antes de que se inventara el Jagger). Y hubo también coches sin volante ni dirección, y Aston Martins y Bentleys estrellados contra el éxito del work class hero, y hasta un Lotus Spirit que se convirtió en submarino Solo para sus ojos. Lo bueno se acumulaba en el exterior pero todo había cambiado en el interior: George Best ya no era Sean Connery, era Roger Moore. Y que eso era mucho peor lo sabía hasta el mísmísimo Roger Moore. Empezó a engordar y a ponerse muy moreno. Como el propio Roger Moore.
Sir Matt Busby dimitió tras caer al año siguiente en semifinales de la Copa de Europa contra el Milán dejando su sitio a Wilf McGuinness, nombre que, además de parecer sacado de la imaginación de IanMcGuinness, sucesor de Busby, no triunfó Fleming, quedaría marcado para siempre como sinónimo de experimento fallido. Ahí empezó el desastre y George Best que se movía como pez en el barro en los parajes más pantanosos de la derrota, comenzó a saberse intocable. En los manglares lleno de caimanes, como los que tenía que saltar James Bond en Vive y deja morir, él se sentía como en sus pubs favoritos e invitaba a los cocodrilos a beber de sí mismo: su sangre, su esperma, su trago corto favorito (el que de agitado, acabo siendo removido). En el terreno de juego el fango se había convertido en cadenas que lo ataban a ese viejo estadio que hacía vibrar a los estibadores y las clases más populares del Mánchester industrial y canalla. En su corazón sabía que Solo se muere dos veces y el que dispara antes en los créditos iniciales de su propia película tiene todas la de ganar.
El equipo por su parte estuvo a punto de perder la categoría y eso hicieron que sus agentes públicos estrella decidieran cambiar de organización. Bobby decidió enrolarse en un retiro tranquilo en el decadente Preston North Earth, Denis Law buscó nuevas misiones en la organización archienémiga histórica, el Manchester City, y nuestro hombre Best, George Best, tomó rumbo a las Américas, donde en plena guerra fría podría ganar mucho dinero como mercenario en Los Ángeles Aztecs. Tal vez la idea inicial no estaba mal encaminada e incluso ya había sido probada por el propio Pelé en aquella cacareada aventura del Cosmos. Pero tal vez George no estaba preparado para cambiar un bar gigante como el Reino Unido por otro bar que medía como el mundo libre de horarios ni normas. Y donde el fútbol no pasaba de ser otro producto a explotar por las organizaciones más criminales.
Y lo malo, o tal vez lo terrible, es que solo tenía 29 años por cumplir.
3) Con corteza de limón
Todavía nos dejó escenas para la historia del cine. El 15 de mayo de 1971 consiguió uno de sus grandes hitos que nunca pasó a los anales pero se convirtió en leyenda. El pérfido Gordon Banks (otro con nombre de novela de Ian Fleming), famoso arquero del ahora de moda Leicester y de la selección, botaba con parsimonia desafiante el balón delante de sus narices como si fuera un yo-yo gordo, ágil y reglamentario. George Best volvió a ser inteligente al meter la punta del pie, más rápido al llegar al balón antes que Banks y más hábil al cabecear suave a la red. Un árbitro de serie B anuló el gol por actitud deshonesta a pesar de que se encontraba de espaldas a la jugada de su vida. Una situación que puede ser metáfora y teaser de las próximas producciones del niño eterno de Belfast.
Los presupuestos bajaban y él se perdía entre Casinos Royale y prostíbulos de su propiedad. Cambió el paradigma y todo se volvió merchandising, aunque él estuvo dispuesto a venderse desde el primerBest acabó dando poca importancia al deporte momento. Sabía que James Bond gustaba a hombres y mujeres, sabía que George Best era el quinto beatle, el sexto continente, el séptimo suelo. Sabía que las patillas le venían bien con esa forma de regatear que era nueva y a la vez rococó, que era suya pero podría ser compartida por todos. Su manera de manejar las dos piernas (incluso la tercera), su velocidad de crucero loco y endiablado que llevo a su vida y a su obra a una catarata de alcohol. Comenzó una etapa de Timothies Dalton, Pierces Brosnan y Danieles Craig que solo hacían acentuar una deriva donde no existía entrenamiento posible ni buenos puertos de una sola novia. Más que venderse, al agente secreto la organización de su vida lo dejó vendido.
Las noticias sobre Best cada vez parecían más propias de una «celebrity» que de un futbolista.
Estados Unidos, Escocia, la televisión, las tertulias, las portadas, los delitos. Esas etapas que en las películas se pasan con un encadenado con música triste e imágenes intercaladas y alteradas, aquí se convirtió en el único argumento de la obra y en una zona de estancamiento, muerte y destrucción. La franquicia siguió, los actores cambiaron pero la esencia fue muriendo y empozoñando cualquier cosa que tocaba, al mismo tiempo que Best se nos descubría peor de lo que imaginábamos en cada uno de sus makings of. Asaltos, trasplantes, violencia doméstica, cosas que ya no hacían tanta gracia y que a más de un actor le había costado su puesto y su carrera.
George Best fue su peor enémigo, su propio Ernst Stavro Blofeld, el otro, el doble dostoievskiano nihilista de su SPECTRA interior. Un hijoputa con pintas de golfo simpático que en lugar de hacer limonada, mordió la corteza y saboreo lo amargo entre copas, pubis y jaleo. Un hijoputa que ya no era simpático y se parecía a fantasmas random de su propia ignominia. Y se parecía a Timothy Dalton cada vez que la Alta tensión de su vida propia le dejaba el Panorama para matar o morirse uno mismo así bien trajeado, pero muerto como el que ya no está vivo. El público le dio la espalda, la guerra fría del fútbol puro helado fue dejando paso a otras cantinelas, a otras franquicias, a otros modos, a otros golfos con diferente acento y sabor.
Atrás quedó el bailarín que cada noche creaba el fútbol en el pretil de los tejados más resbaladizos. El que enamoraba cada vez que se enamoraba. El que inventó el fútbol cada vez que se pronunciaba su nombre por megafonía. Atrás quedaron los coches caros, los escondrijos secretos, los dobles agentes, los inventos inauditos, las noches improbables. Delante el mito, las flores marchitas, artículos como este. Intentos de devolver a la vida su manera de resolver el horror que es el fútbol cuando no existen jugadores como él
Mientras James Bond seguía vivo y joven cambiando los actores que lo interpretaban, el pobre George Best quedó consumido de sí mismo. Demasiado lleno de él. Demasiado vacío de todos los demás. Demasiado joven para morir tan viejo.
PD: Papapá pa papapá pa
Monty Norman compuso una canción triste que podía ser sobre Garrincha y John Barry la arregló con su orquesta para convertirla en un misterio. En el agujerito que se veía no había sangre sino la bilis de un hígado manchado de muerte. Al fondo George Best no disparaba una pistola, sino que pateaba una botella llena de sueños. Con una corteza de limón machacada. Con hielos finitos que cortan las venas, las arterias y el esternón. Con un mensaje sempiterno diluido en un papel partido y mojado: No muráis como yo. Pero con una triple lectura en clave encriptada para el código de espías de la vida: jugad al fútbol como solo yo lo pude hacer. Y en la vida, pues igual o mejor.
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La serie:
Evasión o Victoria. Introducción I: El sueño más grande
Evasión o Victoria. Introducción II: Tren de Sombras, cartografía de la luz
Episodio I: «El poder de la sonrisa».
Episodio II: «El furor del potrero».
Episodio III: «El rey de los teutones».
Episodio IV: «Que la pelota te acompañe».
Abel Rojas 28 marzo, 2016
Lolo nació para escribir artículos como este.
Es lo más genial que le he leído y le he leído mucho y sobre muchas cosas, porque lo considero un genio inspirador. Pero esto me parece otra dimensión. Vaya nivel está tomando esta colección. El último me dejó patidifuso y calculé que quizá se debió a mi amor por Star Wars, pero esto, sobre un jugador y un personaje que no me atraen más que a la mayoría de la gente -o sea, muchísimo, pero sin que estén en mi santuario-…
En fin, qué rato de lectura más fantástico para arrancar el día.