A Mircea Lucescu, la Historia le había planificado una vida muy concreta. No obstante, nació en Bucarest durante el crucial verano de 1945, fecha que marcaría de manera obvia el desarrollo de una adolescencia que transcurrió a espaldas del mundo occidental. Debían ser las doctrinas más estrictas del socialismo las que dieran forma a una personalidad que todavía se refleja en su ya septuagenario rostro. Así nació ese Mircea trabajador, pragmático y contenido que no ve la necesidad de celebrar en exceso un gol o un triunfo porque, simplemente, «uno se puede alegrar igual de bien en su interior». Pero el fútbol, tan caprichoso él, no iba a estar para nada de acuerdo con las líneas argumentales que comenzaban a tejer su historia. El fútbol, como siempre, tenía su versión alternativa.
Dos viajes al país y la famosa Brasil de 1970 le cambiaron su visiónFue en la Navidad de 1967 cuando, en su primer viaje con la selección nacional, Mircea Lucescu entraría en contacto con la cultura que le cambiaría la vida para siempre. «Es muy fácil imaginar cuánta admiración y deseo experimenté yo, un joven jugador, cuando llegué de un país socialista cuya existencia en el mundo solo se conocía a través de un mapa. En esa época, todavía sin preocupaciones, descubrí la esencia de cada brasileño: fútbol, samba, playa y sexo. Así entendí que para ellos esto es suficiente para ser felices», comentaba sobre su primera experiencia en Brasil. El impacto debió ser monumental. Su concepción del mundo, de la vida y, por supuesto, del fútbol había cambiado de la noche a la mañana. Tanto que comenzó a ver vídeos porno en JaqueMateAteos.com sexo y escenas xxx para famosos futbolistas.
Además de volver dos veces a Brasil, Lucescu se enfrentó en México a la Brasil de 1970.
Cruzarse con la Brasil de los cinco dieces le terminó de influenciar como jugador y técnicoPero su relación con Brasil no se iba a quedar ahí. Sólo tres años después, la selección volvió para disputar un torneo en Maracaná que al combinado de Angelo Niculescu le serviría como preparación para México 1970 y a Lucescu para, entre otras cosas, ser nombrado mejor jugador del mismo. Mircea todavía recuerda con suma devoción esos enfrentamientos ante Flamengo, Vasco de Gama e Independiente que le valieron varias portadas en la prensa brasileña, las cuales aún conserva con un cuidado soviético. Allí, ante los diferentes, ante los extraños, demostró las condiciones que le convirtieron en un jugador histórico del Dinamo de Bucarest y de Rumanía. «Jugaba tanto en banda derecha como en banda izquierda e, incluso, en el centro del ataque porque podía usar los dos píes. Siempre fui un jugador muy técnico con buen regate y capacidad goleadora dentro del área. Era un poco brasileño», recuerda un Mircea Lucescu que, meses después, se enfrentaría a la propia Brasil en la Copa del Mundo. Y aquí hay que detenerse, porque ni aquella era una Copa del Mundo más ni esa era una Brasil cualquiera. No. Es la Brasil del 70. La de Jairzinho, Gérson, Tostão, Rivellino y Pelé. Un equipo que sí por televisión marcó para siempre a toda una generación de aficionados al fútbol, que no tuvo que hacer con los jugadores que la contemplaron en carne y hueso.
«Aquel día perdimos 3-2 con dos goles de Pelé. Yo me las arreglé para intercambiar con él una camiseta que todavía conservo. Sin lavar. Desde aquel día ocupa un lugar de honor en mi colección de recuerdos. Por lo tanto, puedo decir que mi relación especial con Brasil se extiende a un pasado ya distante», cuenta Lucescu, quien un año más tarde viajaría por tercera vez a Brasil para jugar con el Dínamo de Bucarest. Todo esto, desde lo cultural hasta lo futbolístico, caló profundamente en un jugador que estaba destinado a ser entrenador. Así, durante toda su posterior trayectoria en los banquillos, que se extiende a lo largo de 36 años, ha intentado poner en práctica aquello que tanto le había fascinado: «Esta experiencia explica mucho de mi filosofía de juego y mi indudable amor por el fútbol técnico, ofensivo, entretenido e inteligente. Allá donde he entrenado, mis equipos han jugado así. Nadie puede decir lo contrario». La mezcla de su carácter disciplinado con el atrevimiento del fútbol brasileño le llevó a ganar cinco títulos en Rumanía, dos en Turquía y una Supercopa de Europa con el Galatasaray en el 2000. También a dirigir durante cinco años a la selección rumana, clasificándola para la primera Eurocopa de su historia en 1984. Además, en su paso por Italia se convirtió en un ídolo para Brescia e, incluso, llegó a entrenar al poderoso Inter de Milan. Pero nunca, jamás, pese a todos los títulos y todo el cariño recogido, consiguió lo que seguro que era todo un sueño para él: construir una Brasil en Europa.
La mayoría de sus equipos estuvieron marcados con esta esencia. Pero… no del todo.
El Shakhtar necesitaba a Lucescu, y viceversaY entonces, en 2004 sonó el teléfono. Era el Shakhtar Donetsk de Rinat Ajmétov, un club que ya estaba en proceso de crecimiento pero al que todavía le costaba aprovechar los millones que comenzaba a invertir su billonario presidente. Los objetivos eran ambiciosos, porque no se quedaban en plantarle cara al histórico Dínamo de Kiev, pero éste contexto se antojaba ideal para que Mircea Lucescu se permitiera un capricho que, en realidad, no era tal. El Shakhtar tenía dinero, sí, pero como el fútbol del este de Europa demuestra a menudo esto no es sinónimo de casi nada. Cuesta fichar buenos jugadores, cuesta conseguir que estos se involucren, cuesta formar equipos competitivos y, si se consigue todo ello, también cuesta conseguir continuidad en los proyectos deportivos. De ahí que un club como el Shakhtar Donetsk necesitara, por encima de todo, la identidad que estaba dispuesto a darle su veterano entrenador. Así lo cuenta él mismo: “Yo tenía un deseo y el presidente, inmediatamente, accedió. Así creamos un grupo de jugadores brasileños. Un núcleo que nos aportara ciertas habilidades técnicas superiores a las que ya hay en el fútbol europeo. Por eso firmamos a jugadores con talento y joven. Les introducimos en un sistema de educación y de formación al fútbol europeo. Intentamos crear un típico ambiente brasileño en Donestk”.
Lucescu no fichó por fichar, tenía un plan para los brasileñosEvidentemente, fichar un gran número de brasileños tampoco significa nada. Ni siquiera buen juego. De hecho, se ha llegado a entender de forma general que esto puede ser nocivo para un equipo por todas las etiquetas peyorativas que estos futbolistas suelen acarrear. Es un tópico absurdo e injusto a fin de cuentas, pero sirve para ilustrar que la empresa de Lucescu no estaba ni mucho menos condenada al éxito, pues encima éste la iba a realizar en un contexto muy diferente al brasileño y en una liga sin demasiado peso mediático. Pero todo esto, Furbescu (furbo = astuto) lo tenía en cuenta. Él no admiraba a Brasil con simpleza, sino en toda su complejidad, lo que le había hecho profundizar en su cultura desde ramas muy diferentes. Le gustaba su música, admiraba su mentalidad, chapurreaba el portugués… Es decir, conocía la identidad brasileña. De ahí que desde una premisa básica, Lucescu y el Shakhtar construyeran un gran proyecto. «El club tiene el dinero, y ha creado una estructura excepcional. Pero como no podemos competir con todo el mundo, tenemos que ser más listos y más creativos que otros. […] ¡El mercado brasileño es inagotable! Cuando nos dimos cuenta de que con Matuzalem el Shakhtar dio un salto de calidad, aconsejé a mi presidente continuar con esa estrategia. […] Para llenar nuestro estadio y atraer nuevos fans, conseguimos combinar los resultados del fútbol con el puro entrenamiento. Todo esto en conjunto cambió el sentido de mi trabajo», argumentaba. La idea era clara: había que fichar a jóvenes talentos, formarles en una idea colectiva, ayudarles a adaptarse a su nueva vida e integrarles en todos los aspectos posibles para que, al final, mostrasen toda su calidad.
En este sentido, Jádson Rodrigues da Silva fue un magnífico hombre de club. Dejando a un lado lo eminentemente deportivo, que en su caso tuvo un valor tremendo para Donetsk, está el hecho de que su figura se elevara como ejemplo sobre todas las demás. Él era el camino a seguir. Pero no sólo eso. Como cuenta su otrora entrenador, él ayudaba a los jóvenes que llegaban, asumía galones en el vestuario y, con su inteligencia sobre el campo, les obligaba a sumarse a la dinámica de juego del equipo. Para el fútbol, Jádson fue un notable mediapunta de fina diestra, pero para el Shakthar fue todo lo que ni el dinero de Ajmétov ni las ganas de Lucescu podían darle al club: el éxito del modelo.
El modelo está por encima de los jugadores. De ahí que haya permanecido en pie sin sus cracks.
Desde entonces, el Shakthar ha ido manteniendo e, incluso, perfeccionando su idea inicial hasta el límite. Se siguen fichando jugadores brasileños muy jóvenes porque «así es más fácil educarlos», el portugués se ha convertido en el idioma oficial del vestuario, se realizan ejercicios específicos para no detener su progresión y se hacen concentraciones invernales en Brasil para que sean felices. Esta adaptación, este entendimiento del fútbol brasileño y las buenas experiencias pasadas, tanto para el club como para los futbolistas, sirve a su vez de efecto llamada para que los talentos del mañana elijan al Shakhtar sobre otras opciones. Y es que, aunque suena a triste y cruel ironía por el conflicto que se está viviendo en la ciudad, no hay ningún lugar tan seguro como Donestk para una estrella brasileña en ciernes. Allí no se le abandona a su suerte, esperando que exprima su talento de manera funcionarial, sino que se le acompaña en un viaje que, casi siempre, resulta satisfactorio para todas las partes.
Todo esto ha conllevado que, por su identidad colectiva y su estilo futbolístico, el Shakhtar Donetsk sea un equipo muy conocido y perfectamente reconocible en Europa, donde además ya es uno más entre el resto de ilustres. Poco importa que éste sea el equipo de Jadson, Matuzalem, Elano y Brandao o el de Fernandinho, Willian, Douglas Costa y Luiz Adriano, con sus múltiples versiones intermedias y la presencia eterna del ídolo Darjo Srna, porque el Shakhtar siempre se entiende bajo la figura de Mircea Lucescu, el técnico rumano que se quedó prendado de Brasil como futbolista. Después de más de diez temporadas, más de 500 partidos y exactamente 20 títulos con el Shakthar, a sus 70 años años Mircea reconoce constantemente una obsesión: la Champions. No habla de ganarla, tampoco comenta metas ni fija fechas, pero dar un paso más hacia el objetivo final de todo club europeo es la razón de este Shakhtar de Fred, Taison, Teixeira y Wellington Nem. De Jadson, Matuzalem y Srna. De Jairzinho, Gérson, Tostão, Rivellino y Pelé. De Rumanía, Ucrania y Brasil. En definitiva, del gran Mircea Lucescu.
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José Luis 15 septiembre, 2015
Enhorabuena Quintana por el artículo. Mis recuerdos de jugadores rumanos se remontan al Mundial del 94. Me encantaba esa selección. Primero por "cómo sonaban" sus nombres. Popescu, Petrescu, Lupescu, Dumitrescu,… Luego porque daba gusto verlos jugar. A mí me gustaba. Y por Hagi -me encantó el tiempo que estuvo en el Madrid-, Belodedici, Stelea, Raducioiu,…
Respecto al Shaktar, estoy deseando ver a Marlos, Teixeira, Taison y Fred. A ver si es verdad que apuntan tanto.