El fútbol nació del polvo, el caos y la oscuridad, pero nunca se quedó quieto. Desde su kilómetro cero, en la Inglaterra victoriana, cuando los aristócratas le corrían a aquellas primeras pelotas de cuero macizo, ha descrito una línea evolutiva que le ha permitido configurar un universo rico de perfiles, variado de ideologías, conectado entre culturas diversas y en la que nunca hubo –salvo al principio de los tiempos porque solo había una- forma mejor o peor de buscar el triunfo, sino intentos diferentes, cada cual arraigado a una tierra, a un estilo y a una bases fundamentales. Ocurrió desde las dos primeras grandes revoluciones, en la década de los años 20. Desde la exportación y evangelización continental de los valores del juego escocés, raseado, fluido y desplegado como en un tapete de una mesa de billar por parte de Jimmy Hogan. Y desde el revolcón táctico que Herbert Chapman lideró en Inglaterra sembrando la WM desde sus Huddersfield Town y Arsenal. Aun había una tercera vía, pero en la que los formulados tácticos desempeñaban funciones accesorias: Sudamérica. En Argentina, Uruguay y en menor medida en Brasil, brotaron calidades individuales, como la improvisación y elegancia de los argentinos o la contundente eficacia y la musculatura competitiva de los uruguayos. Desde ese momento, el fútbol pasó a reordenarse y a ramificarse a medida que entraba en contacto con los rasgos nacionales, los contextos sociales, políticos, naturales y económicos, las raíces antropológicas, las culturas locales… La evolución del fútbol fue tejiendo así, desde esos comienzos, una red holística, nunca lineal, en la que la interacción y las influencias múltiples definieron cada modo de concebir y vivir el juego: siempre cada modelo retuvo algo de alguno de sus anteriores, por muy distanciados que estuvieran en el tiempo o en lo cultural.
Fue en la Copa del Mundo de 1934 en Italia cuando ese sistema evolutivo se disparó hacia la diversidad. Queda en la historia como el torneo en el que se concretaron, más allá de las vigentes, las primeras variedades en el fútbol con la consistencia y fuerza suficientes como para afianzarse como identidades nacionales o modelos singulares. Entró en escena planetaria la escuela danubiana de Hungría, Austria y Checoslovaquia. Y rompió los moldes la Italia de Vittorio Pozzo, con su ‘método’. Desde entonces, las Copas del Mundo, como escaparate universal y tablado sobre el que exponer esas novedades esféricas, han guiado, en cierto modo, la cadena evolutiva del fútbol, respetando un calendario histórico que en Brasil, en los próximos días, tiene un punto crucial. Viviremos una Copa del Mundo acabada en año ‘4’. Y cuando, eso sucede, cada 20 años, los ciclos han cambiado. ¿Estamos a las puertas de ese giro? ¿Brasil nos descubrirá algo con un impacto de alcance global? ¿Se asentará algún nuevo modelo como hito sobre el que tomar una referencia dentro de unos años? Las Copas del Mundo de 1934, 1954, 1974 y 1994 ejercieron ese peso renovador. Es necesario coger el telescopio y volver la mirada.
Cada 20 años, en las sucesivas Copas del Mundo se ha ido comprobando la evolución del juego.
El Mundial de Italia 1934 nos dejó la irrupción de la selección de Pozzo. La Copa de Uruguay de cuatro años antes, apenas había dejado riqueza táctica. Con Inglaterra autoclausurada en su blindada insularidadEl Mundial de 1934, el de la irrupción táctica de la selección italiana, las selecciones de 1930 solían obedecer al viejo modelo piramidal (2-3-5) y apenas la esencia exclusiva de los futbolistas uruguayos y argentinos ofrecieron opciones de diferenciación. Pero, en 1934, Italia comenzó a jugar distinto. Pozzo era anglófilo y un hombre de atmósfera rigurosa, disciplinado y autoritario. En definitiva, un hombre con todas las condiciones de poder del tiempo que le tocó vivir, en el auge del régimen de Mussolini. Pozzo estaba enlazado por la amistad con el entonces seleccionador austriaco Hugo Meisl, otro anglófilo y alumno de cabecera de Jimmy Hogan. Con Meisl, coincidió en su alergia a la rigidez autómata de la WM inglesa, pero no en su ideario danubiano, donde la fluidez, la autonomía individual y el respeto a la pirámide pura, con los cinco delanteros alineados a la misma altura, funcionaban como conceptos irrebatibles. Pozzo cogió ese sistema táctico y lo transformó en un camino intermedio hacia la WM: conservó los dos centrales y los tres medios del dibujo danubiano, pero reforzó el epicentro del equipo retrasando a dos de los tres atacantes centrales, convirtiéndolos en interiores adelantados. Nadie había hecho eso, a lo que Pozzo bautizó como el ‘método’ (WW: 2-3-2-3), abriendo, tiempo después, en Italia, un intenso debate ideológico entre ‘metodistas’ y ‘sistemistas’ (defensores de la WM).
Aquella Copa del Mundo partía con tres selecciones favoritas. Las conectadas por el agua armoniosa del Danubio: Hungría, Austria y Checoslovaquia. Ellas debían pelearse la Jules Rimet con su juego hermanado: dinámico, rápido, tocado, ofensivo y atrevido. Este Mundial, significó la eclosión del canto danubiano. Pero Italia derribó ese eje Budapest-Viena-Brastislava. Italia pudo con todas. A Hungría la eliminó Austria en cuartos porque así lo quisieron los cruces. Austria avanzó a las semifinales hasta que Italia, en un partido afortunado, con un diluvio que inundó San Siro y reventó el tapete verde tan necesario en el juego austriaco, les firmó el acta de defunción. Y en la final, Pozzo tumbó en la prórroga a Chescoslovaquia. Italia impondría un dominio imperial. Ganó ese Mundial, los Juegos Olímpicos de 1936 y el Mundial de Francia’38. Si la escuela danubiana no tocó metal dorado fue por esa Italia disciplinada, física, sacrificada, influenciada por la sangre sudamericana de oriundos como Luis Monti, Raimundo Orsi, Attilio De María y Enrico Guaita. Meazza le ponía la salsa al filete. Rigor, batalla y orden, valores que ya no se separarían nunca de la identidad italiana.
Austria era la mejor selección. Sinfónica. Móvil. Elástica. Matthias Sindelar, entonces el más grande futbolista de Europa, reflejaba la libertad de ese juego. Jugaba como un falso nueve, pero no porque Meisl lo ingeniara, sino porque su creatividad necesitaba de muchos espacios y momentos. Le acompañaba un organizador completo y cristalino como Smistik, quizá el mejor jugador de aquella edición, uno de los pioneros en la función de distribuir el juego alternando en corto y en largo. Además de Horvath, un punta técnico y habilidoso. Y un delantero inmortal: Josef Bican, autor de 670 goles en 406 partidos, uno de los artilleros más grandes de la historia que luego jugaría para Checoslovaquia. Esta selección alcanzó la final con un fútbol también alegre y coral. Planicka era su portero, quizá el mejor del momento junto a Ricardo Zamora. Y su alma era Nejedly, un delantero con pies de bailarín, el máximo goleador de ese torneo. Hungría quedó por el camino, aunque había sido la base territorial de la explosión danubiana. Tenía en Gyorgy Sarosi, otro goleador imperecedero y figura histórica de Ferencvaros, su estrella.
En Suiza 1954 cambió el fútbol para siempre. Nada volvió a ser igual que antes.
Hungría sería la encargada de emitir el canto del cisne de esa corriente del Danubio veinte años después. La Copa del Mundo de 1954 en Suiza fue la Copa del Mundo que todos los aficionados al fútbol merecían haber vivido. No por el alto nivel del juego, por la emoción de casi todos sus partidos, por lo que lo pelearon varias selecciones, por sus momentos míticos, como el «Milagro» o «la Batalla de Berna». Tampoco por su vendaval de goles (5,4 de promedio, la edición más depredadora de la historia). Sino porque en los campos suizos cambió el fútbol para siempre. Por juego, impacto e influencia planetaria es el mejor Mundial, el más importante, de la historia. Una bisagra en el tiempo hacia la diversidad de escuelas y estilos nacionales.
Allí nació el gen alemán, su capacidad de resistencia competitiva, su perfil físico, su blindaje emocional, su insuperable personalidad. Lo hizo durante todo el torneo, pero sobre todo en la final contra la Hungría que les había aplastado 8-3 en la primera fase,El gen alemán nació en la Copa del Mundo de 1954, jugada en Suiza remontándoles el 0-2 impuesto en ocho minutos por el lisiado Puskas y Czibor. Esa Hungría, los Magiares Mágicos, con su innovador 3-2-1-4, había dinamitado la concepción del fútbol como tantas veces se ha contado: el falso nueve Hidegkuti, la cabeza puntual de Koscis, el manejo moderno de Bozsik, el innovador juego de pies del portero Grosics, el ataque lateral del defensor izquierdo Lantos, la salida desde atrás de Lorant… La derrota contra Alemania puso el epílogo a esa epopeya. La esencia danubiana también pervivió hasta aquella Copa del Mundo con la maravillosa Yugoslavia de Beara, Bobek, Boskov y Zebec. Y en la sorprendente Austria (tercera), que estrenaba la WM, pero mantenía el viejo espíritu de juego ágil y fresco. Tenía en su mediocentro y capitán Erns Ocwirk su mejor hombre: de lectura privilegiada, elegancia técnica y variado surtido de pases. Le respalda el polivalente Gerhard Hanappi, tan pronto defensa como delantero. Después de aquella Copa en Suiza la escuela danubiana en su más pura expresión cerró las persianas, agotada ya por la modernidad del fútbol y las nuevas tendencias.
En Suiza, los ingleses, con un equipo extraordinario con Stanley Matthews, Finney, Losthouse, Billy Wright y Taylor, recibieron una nueva lección continental. Su WM ya se había empapado de fracaso en Brasil ’50, su estreno en la Copa del Mundo. También la había martirizado Hungría en Wembley un año antes. Necesitaron otro golpe para constatar que con ese modelo táctico y con su estilo académico, recto, pragmático y estático, donde el balón pasaba por las posiciones y no las posiciones por el balón, nunca podrían competir lejos de las islas británicas. Comenzarían los debates que acabarían en las transformaciones de Alf Ramsey.
Fue también la Copa en la que Brasil comenzó a equilibrarse para proteger su salvaje talento y su genialidad natural con el cuarto defensor. El Maracanazo les había dejado una dramática experiencia a la que no tardaron en buscar remedios. Su genuino 4-2-4 comenzó a desplegarse por momentos en los campos suizos, con un sistema, esquematizado por Zezé Moreira, muy semejante al húngaro y con dos aportaciones históricas: los laterales ofensivos, encarnados aquí por Djalma y Nilton Santos.
Y fue en 1954 cuando Italia recibió un impacto sobre el que el análisis histórico ha reparado poco, pero que causó cierta conmoción en su fútbol y generó unas dudas decisivas sobre el camino que había de emprenderse tras la tragedia de Superga. Italia ya había experimentadoItalia también sufrió un cambio en la Copa del Mundo de Suiza 1954 una década antes versiones primitivas del ‘catenaccio’ como la ‘vianema’ de Viani en la Salernitana, el ‘mezzosistema’ de Barbieri en La Spezia o de Nereo Rocco en la Triestina. Y Alfredo Foni, un año antes, ya había sistematizado ese módulo. Pero Italia necesitó de una bofetada y se la dio Suiza, la madre del ‘verrou’, del cerrojo, del ‘catenaccio’ jurásico. Suiza había asimilado ese modelo en su identidad antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando en Francia ’38, Karl Rappan estrenó esa fórmula táctica basada en los marcajes al hombre vigilados por un líbero. En la primera fase de esa Copa del Mundo, Italia, apoyada sobre la defensa de la Fiorentina (‘blocco viola’), recibió un 4-1 de los anfitriones en el partido de desempate para clasificarse a cuartos. Esa derrota, contra el equipo que abanderaba el defensivismo, contribuyó al proceso en el que Italia construiría su identidad nacional, ya en los primeros años 60. Suiza pasó a cuartos y se configuró el cuadro final más brillante de la historia de los Mundiales, con partidos memorables como el Brasil-Hungría (2-4), el Uruguay-Inglaterra (4-2), el Austria-Suiza (7-5) –partido con más goles en un Mundial–, el Hungría-Uruguay (4-2), el Alemania-Austria (6-1), el Uruguay-Austria (1-3) o la final entre Hungría y Alemania (2-3).
Rinus Michels y Arrigo Sacchi protagonizaron las siguientes revoluciones del fútbol.
Veinte años más tarde, en Alemania 74, el fútbol sufriría una nueva convulsión modernizadora. El Fútbol Total de Holanda se confirmó como la corriente innovadora que condicionaría el juego de esa década y la siguiente. La Holanda de Rinus Michels elevó a categoría planetaria la ideología ya avanzadaEl Mundial del 74 en Alemania es el de Rinus Michels y su Holanda por el Ajax. La universalidad posicional, la zona, la presión y el ataque, la teoría del movimiento, la velocidad de circulación, sus atléticas costuras, la introducción del flexible 3-4-3, un delantero creativo y libre, el centro del campo como núcleo del juego ofensivo… Este estilo colisionó con la fortaleza germana dirigida por Helmut Schoen. Una coraza competitiva que también determinó parte del fútbol europeo de los años posteriores. Alemania pasó a dominar el continente y asegurase una identidad a prueba de bombas, donde la disciplina, la eficacia táctica, la figura del hombre libre o un estricto poderío físico fijaban sus bases. Fue en aquel Mundial también donde el laboratorio soviético moderno ratificó sus postulados. No lo hizo con la URSS, sino con la bandera de Polonia. Su seleccionador Kazimierz Gorski (había nacido y jugado en Lviv, entonces territorio polaco y después soviético y ucranio) estaba fuertemente influenciado por la metodología de la escuela de Kiev, donde Viktor Maslov y Valery Lobanovsky, habían metido el fútbol en un microscopio para extraerle cualquier conclusión científica. Aquella Polonia (tercera) ya había sorprendido en los Juegos Olímpicos de Múnich ’72 con un juego de notas soviéticas: creatividad y compromiso colectivos, presión, ritmo trepidante (algo menos mecanizado y más libre que el de la URSS), contragolpe, rapidez… Lato, Gadocha y Deyna, jugadores inteligentes, simbolizaban ese equipo. En esa Copa del Mundo, la instintiva y mágica Brasil se encontró con la realidad europea y cambió de vía, hacia una más práctica y atlética.
El siguiente eslabón evolutivo al fútbol se lo puso Sacchi a finales de los 80, pero todas las enseñanzas de su revolución no se asentarían hasta que se mezclaron con las de Cruyff, y en la Copa del Mundo de Estados Unidos ‘94 casi todas las selecciones demostraron manejar un lenguaje nuevo. Se habían desterrado las defensas de cinco hombres tan populares en la Copa del Mundo de Italia ’90 y los marcajes individuales. El fútbol ya se entendía en Estados Unidos en términos de espacio, definiciones posicionales, juego sin balón, presión colectiva y sistematizada, transiciones, defensas zonales… Y de este Mundial, Brasil también salió, además de campeona, renovada, con algo menos de poética y más de prosa, concretada ya como un producto más europeo y práctico. Su 4-4-2 con centrocampistas de banda (Mazinho y Zinho) fue el reflejo de la vieja ley del equilibrio táctico de Brasil. Había que guarecer el talento con un mediocampo consistente, intenso y trabajador. Romario y Bebeto guiñaron el ojo. El polo creativo de Brasil pasaría a otras posiciones, a los laterales y mediapuntas. Pero ya no habría lugar para mediocentros geniales, imaginativos y técnicos como Didí, Gerson, Rivelino, Falcao, Cerezo… En Mauro Silva y Dunga se cambió el guion para siempre en Brasil.
Y así hasta hoy, veinte años después, en una Copa del Mundo acabada en ‘4’. ¿Qué podemos hacer además de disfrutar, esperar y volvernos viejos?
pouco_barulho 11 junio, 2014
Genial artículo, Me lo he pasado como un enenano