Nació como un club de estudiantes de medicina. La aristocracia y las clases altas habían tomado Gimnasia y Esgrima, se abrió un cisma en su seno y se desgajó ese sector de alumnos de la Universidad de La Plata que acabó poniendo las firmas necesarias para fundarlo, darle balones, una cancha y unas camisetas rayadas. Como en Argentina, y aún menos en La Plata, casi nadie llama a las cosas por su nombre, ese nuevo club fue proclamado el Pincharrata, evocando a esos estudiantes de medicina que clavaban bisturís y agujas a los roedores de laboratorio. Estudiantes ya era un club. Un club derecho, cada vez más masivo, pero terciario dentro del entramado argentino. Hubiera pasado de puntillas por la era amateur si no llega a ser por aquella delantera de «Los Profesores», a finales de los 20, liderada por Alejandro Scopelli. Pero más allá, Estudiantes era uno más, una institución periférica, de La Plata, silenciada por los gigantes de la capital y sin demasiadas cosas que decir en el fútbol argentino. Puede decirse que Estudiantes no existió hasta que el peronismo entró por sus ventanas con su viento populista, las leyes por delante y el justicialismo como argumento. El club fue intervenido por el gobierno de Perón y Argentina descubrió a Estudiantes. ¿Qué ocurrió? La CGT, la central sindical, denunció que en las oficinas de la dirigencia se ocultaban dos mil ejemplares del libro «La razón de mi vida», la autobiografía de Evita Perón. Como Evita Perón era el corazón de la República, a Estudiantes la cosa se le puso fea. Esa obra era doctrina, material de obligado consumo en las escuelas, y el gobierno le puso la cruz a la entidad. En realidad, el caso de los libros no era lo importante. Lo que escocía en el peronismo eran los vínculos de los dirigentes del club con los movimientos radicalistas. Esta historia le costó el descenso automático a Estudiantes en 1953. Pero al menos, Argentina ya conocía a Estudiantes. Y así llegamos a la edad adulta, al cambio, al giro en el guión. Superadas las zancadillas del peronismo, llegamos a los títulos y a las leyendas. Llegamos al territorio y los dominios de las brujas.
Bajo el apellido Verón, el equipo de La Plata logró una grandeza inimaginable.
En la cima de la gloria de Estudiantes de La Plata hay cinco copas, cuatro Libertadores y una Intercontinental, todas ellas con la letra uve grabada, una uve de voluntad, de vehemencia, de valentía, de veneración, de valor, de virtud, de victoria, y de Verón. El hilo que une a Juan Ramón (1944) y su hijo Juan Sebastián (1975) es el cordón umbilical de la vida del club. El tiempo de ambos ha acabado definiendo el rostro de Estudiantes, su identidad, su carácter como equipo popular, familiar y fuertemente arraigado al sentimiento platense. Los Verón son Estudiantes, ellos han participado en los cinco títulos más importantes de su historia. Ni el salto generacional ni los años de distancia impidieron que, cuando había que levantar una copa, un Verón estuviera allí. Padre e hijo no son gotas de agua. Juan Ramón era un puntero con un olfato goleador bien afinado, corría a zancadas veloces, tenía las piernas flaquitas, la mandíbula de punta, los ojos metidos para adentro y un flequillo que remoloneaba mientras perdía rivales a la espalda. Juan Sebastían se movió por el medio de la cancha, martilleaba la pelota parada, no corría ni ante la policía, tenía las piernas largas, la cara redonda, unos ojos abiertos y una pista de aeropuerto en esa cabeza tan despejada como simbólica. Realmente, el único rasgo físico que unió a padre e hijo fue el balón.
Cuando Juan Ramón, nacido en La Plata, ejercía en los juveniles de Estudiantes, aterrizó en el club Osvaldo Zubeldia, un joven director técnico ex interior izquierdo de Velez Sarsfield, Boca Juniors, Atalanta y Banfield. Ese hombre cambió la historia del club, pero también la del fútbol argentinoZubeldia aprendió de Spninetto el sentido callejero y colectivo del fútbol. De él tenemos la literatura más áspera que se haya podido escribir sobre fútbol: era pragmático, disciplinado, ultracompetitivo, usaba todas las artes humanas para ganar, el engaño, la pelea, la bronca… Mandó un equipo de sabuesos y rompedores de tibias, un grupo de colmillos afilados, miliciano, dispuesto a morir por su líder y por las victorias. Todo eso es cierto. Pero Zubeldia también fue un maestro del fútbol, alguien capaz de inventar un estilo, de ser diferente, marcar su sello y abrir debates en un país tan amigo de ellos como Argentina. Incluso Zubeldía tuvo un padre, Victorio Luis Spinetto, cuando en Velez fue el primero, mucho antes del desastre del Mundial 58 en Suecia, en abrir otra línea de discurso en el fútbol argentino, imbricado en la filosofía de «La Nuestra», una idea alimentada en la cultura popular y callejera, del potrero, la picardía y la gambeta, y cuya dimensión estética y artística del juego eran la santa escritura en la religión del fútbol argentino. Zubeldia aprendió de Spinetto la fuerza de la colectividad. Catorce años estuvo Spinetto en el Fortín. No ganó nada, pero se desmarcó del arte con un equipo aguerrido, tenaz y con sentido callejero. Spinetto gobernaba los partidos desde la banda agachado, con su codo apoyado en la rodilla derecha y la mano bajo el mentón, una toalla sobre el hombro y una chaqueta azul a la que cosió una enorme letra te, de técnico, a la altura del pecho. Era un hombre estresante, de voz cavernosa y que antepuso la fibra ganadora por encima de todo. Apostó por el juego de espacios y delanteros versátiles, fórmula, como la de la chaqueta con la letra de entrenador, que asimiló Zubeldia de un trago.
Zubeldia llegó a Estudiantes en 1965. Por entonces, Argentina sufría un severo deterioro de su personalidad futbolística. El 15 de junio de 1958, en el Mundial de Suecia, la albiceleste fue aplastada 6-1 por Checoslovaquia en Helsingborg. La crisis de identidad se desencadenó de manera imponente. Allí saltó por los aires «La Nuestra»Tras el fracaso del Mundial de Suecia, el estilo de »La Nuestra» fue cuestionado, abriéndose camino el imperio de la táctica, los atajos hacia el resultado y el fútbol práctico, de pura mecánica colectiva y basado en la cultura del esfuerzo, frente a al valor de la inspiración individual, la técnica, la plasticidad, la belleza y el espectáculo, la imprevisibilidad, la finta y el engaño. En Argentina se comenzó, a raíz de la hecatombe de Suecia, a jugar más lento, se pasó a defender con cuatro hombres y «La Nuestra» había entrado en un proceso de desnaturalización mientras sus mejores exponentes abandonaban el país. Humberto Maschio, Angelillo y Sivori, «Los Ángeles de la Cara Sucia», rumbo a Italia, componen un ejemplo. El fútbol argentino a finales de los 50 también vivía encapsulado dentro del peronismo y sus subsidios. Esto desapareció, evaporándose los recursos. El escepticismo se adueñó de Argentina y el cambio de mentalidad fue súbito. Se abría así la grieta que ha separado su fútbol entre resultadistas y artistas durante más de 50 años. Surgió el debate entre Labruna, antiguo engranaje celestial de «La Máquina de River», y Juan Carlos Lorenzo, de postulados reactivos. El fútbol argentino pasó a convertirse más en una cuestión de trabajo que de talento. También influyó el cambio de régimen. La dictadura militar imponía sus valores de disciplina, sacrificio y orden. De esos conceptos iba empapado Osvaldo Zubeldia cuando llegó a Estudiantes dispuesto a diseminarlos en su nuevo club. No llegó solo. Junto a él, Miguel Ignomiriello, encargado de las inferiores, Argentino Geronazzo, ayudante de campo de Osvaldo, y el preparador físico, Jorge Kistenmacher.
El contexto del fútbol argentino parecía propicio para la llegada de Zubeldia.
La primera medida de Zubeldia en Estudiantes refleja bien su carácter firme y resuelto. Evaluó al plantel profesional y lo que vio le disgustó, así que ascendió a los juveniles campeones del tercer equipo al primero. Sin que le temblara un párpado. Pachamé, Flores, Poletti, jovencísimos todos, Aguirre Suárez, Malbernat, Echecopar y, por supuesto, Juan Ramón Verón, a quien ya se le identificaba su rostro anguloso con el de una bruja, de ahí su bautizo.
Ese núcleo, la quinta llamada «La Tercer que Mata», junto a los fichajes ese mismo 1965 de Carlos Salvador Bilardo y Marcos Conigliaro, conformaría un equipo de mitología durante el siguiente lustro. Zubeldia armó un conjunto severo, ultracompetitivo, eficaz, corajudo, sacrificado y, sobre todo,Zubeldia trabajó a conciencia todos los apartados: el táctico, el físico y el anímico muy inteligente. La disciplina y el trabajo representaban su código alfa. Zubeldia fue pionero en varios aspectos, fruto de su voluntad estudiosa, de su interés por las corrientes europeas y los viajes. Su Estudiantes alicató la estrategia a balón parado como nadie lo había hecho. Fueron los primeros en lanzar los saques de esquina a pierna cambiada y los primeros en idear jugadas específicas para los saques de banda. Su laboratorio fabricó el primer sistema de achique del fútbol sudamericano y el primero que desplazó el foco hacia los espacios y las zonas. Aunque sin desarrollados mecanismos de presión, Estudiantes adelantaba la línea de defensa abriendo un precipicio a los rivales. Este recurso lo tomó Zubeldia de la selección de Checoslovaquia tras una gira europea y no faltan quienes lo enlazan a Viktor Maslov y su sistema soviético de juego zonal. También fue el primero en instaurar especialistas de la marca individual. Su colaborador Jorge Kistenmacher regeneró todos los modelos de preparación: impulsó los entrenamientos planificados, las concentraciones previas, las pretemporadas, las sesiones dobles y los planes nutricionales individualizados. Pero no sólo el segmento físico fue revolucionario. También el psicológico: inventaron su propio lenguaje de signos dentro del campo. Si Bilardo gritaba a Flores que lanzara un desmarque a la derecha, Verón ya sabía que debía buscar el espacio él, que el Narigón realmente estaba diciendo que esa pelota era suya. Tretas y engaños, códigos y mensajes que Zubeldia modificaba en cada partido. Aprendían cualquier debilidad de los rivales, indagaban en sus vidas, en los puntos flacos de sus emociones…
La mezcla del modelo de Zubeldia produjo un equipo avasallador. Además de ganar el Metropolitano 67, convirtiendo a Estudiantes en el primer campeón nacional más allá de Buenos Aires y los cinco grandes (River, Boca, Racing, Independiente y San Lorenzo), jugó cuatro finales de la Copa Libertadores consecutivas (68-71), levantando las tres primeras, y conquistó la Intercontinental 68, cuando la Intercontinental en Sudamérica era el trofeo más sagrado de todos. Palmeiras, Manchester United, Nacional de Montevideo y Peñarol fueron las víctimas en las finales del ciclo. Milan, Feyenoord y, esta vez sí, Nacional los muros.
Fue un equipo joven, vigoroso, efusivo, claramente industrial, pero muy dinámico, capaz de mutar del 4-3-3 al 4-2-4 y de aplicar matices tácticos en función del rival. Todo detalle estaba minuciosamente controlado. Estudiantes redujo la improvisación, armó unas férreas y agresivas estructuras defensivasCon Bilardo a la cabeza, aquel Estudiante era salvaje en lo bueno y también en lo malo, consolidando ese estilo como un potente movimiento de oposición a las costumbres e ideales de «La Nuestra». Formaban una coraza de soldados y gladiadores. Su secreto fue la convicción de que en sus límites comenzaban sus virtudes. Y luego estaba la otra cara… Su fama universal de equipo sanguinario y visceral. Es célebre la anécdota de los alfileres y Bilardo. Todos los componentes de aquel equipo la negaron siempre. Pero hay muchas otras muestras de ese control psicológico que ejercía Estudiantes. Un jugador de Independiente mató en un accidente de caza a un amigo. Cuando se lo cruzaba Estudiantes, lo llamaban asesino hasta desmoronarlo. No había escrúpulos: un portero de Racing vivía muy vinculado a su madre, quien no deseaba que se casara con una chica. Lo hizo, y a los seis meses la madre murió, fortuitamente, claro, y los de Estudiantes emitieron su sentencia cuando lo tuvieron en el campo: “Felicidades, por fin has matado a tu madre”. Bilardo, médico, se enfrentó con Roberto Perfumo, a quien le recordaba una enfermedad de su esposa, con detallados argumentos clínicos. Y así… así eran los chicos de Zubeldia, salvajes en lo bueno y lo malo.
Estudiantes se convirtió en una pesadilla para todos sus rivales.
Su portero era el flaco Poletti, muchas veces líbero. En defensa chirriaba el sonido metálico de las cuchillas temperamentales de Aguirre Suárez, durísimo en la marca y poderoso por arriba. Madero era más elegante, el lanzador del achique. Bilardo y Pachamé eran los dueños del centro del campo. Pachamé era kilómetros. Bilardo era limitado en lo técnico, pero manejaba tiempos y distribución. Su personalidad extendía al campo la soberanía de Zubeldia. Conigliaro y Flores percutían en ataque por dentro. Pero el mejor de todos ellos, la mayor fuente de talento brotaba de Juan Ramón Verón. «La Bruja» era otra historia. Jugaba de puntero desde la izquierda, con el 11, con el mismo dorsal que su hijo años después. Manejaba ese perfil de puntero, un extremo más interior que exterior, más goleador que pasador, con una exquisita naturalidad. Era el acelerador del equipo, su clave ofensiva, jugaba rápido, con habilidad y potencia, y resultaba imparable en la diagonal, su movimiento maestro. Además, tenía finalización y remate de cabeza. Su jerarquía sobresalía.
Arrebató el corazón de los Pincharratas gracias a la puntualidad de sus goles. Siempre marcaba en los grandes escenarios. Una chilena a Racing en el partido de desempate en las semifinales de la Libertadores 68Juan Ramón Verón tenía un instinto especial para marcar en los grandes partidos lo convirtió en héroe. También determinó la victoria en la Intercontinental frente al Manchester United. En ese doble partido de la final, Zubeldia dispuso una trinchera, con marcajes personalizados, Malbernat sobre Best, Aguirre Suárez sobre Law y Togneri sobre Charlton, que no sólo fue efectiva sino que provocó un incendio de violencia y provocación en el partido. En Argentina, Law se quejó de tirones de pelo, Best se llevó un puñetazo en el estómago, Charlton necesitó puntos de sutura tras una patada de Bilardo. Y Nobby Stiles recibió un corte en un párpado. ¡Nobby Stiles! Perros mordidos por lobos. En la vuelta, con un 1-0 favorable gracias a un gol de estrategia de Conigliaro, Estudiantes fue recibido en Old Trafford al grito de “Animals! Animals!”, la misma canción que en 1966 había sonado con las patadas de Rattin en los estadios del mundial inglés. Un gol de Verón, de cabezazo tras pelota parada de Madero, hizo imposible la remontada británica. “A la gloria no se llega por un camino de rosas”, dejó escrito Zubeldia en la pizarra del vestuario.
Verón ya había marcado en la final de la Libertadores ante Palmeiras. Su ascendencia sobre el grupo y la institución fue creciendo. «La Bruja» siempre aparecía como freno en las maniobras intimidatorias de sus compañeros. Era otro perfil humano, más moderado, menos agresivo, más futbolista.En la Intercontinental que les enfrentó al Milan de Rocco sucedió de todo en el campo Pudo verse en la Intercontinental 68 contra el Milan de Nereo Rocco. Aquello fue la guerra. Insultos, salivazos, codazos, patadas… una de ellas, del portero Poletti a Rivera, fue escalofriante. Los chicos de Estudiantes eran virtuosos del disimulo. Mordían al árbitro. La batalla contra el Milan provocó incluso un conflicto diplomático. Los italianos llevaban a La Plata una ventaja de 3-0 después de ahogar a Verón en el catenaccio y que Rocco encontrara una fuga en la trampa del fuera de juego de Zubeldia. Aguirre Súarez lesionó a Prati. Pero no se detuvo ahí. Luego, arrasó el tabique nasal de Combín con un doble codazo-rodillazo, como un samurái. Aguirre, de quien se cuenta que pasaba las noches previas a los partidos en vela, saturado de cafeína, acabó expulsado. La tangana posterior fue descomunal. Combín, cuya imagen tendido en el suelo y cubierto de sangre es mítica, fue detenido por la policía. Había nacido en Argentina y emigrado joven al fútbol francés, por lo que las autoridades aprovecharon su paso por La Plata para acusarlo de deserción del servicio militar. No les importó que Combín llevara la cara rota. Le abrocharon las esposas. La diplomacia italiana se arrojó contra el gobierno argentino. Aguirre Suárez, Manera y Poletti fueron condenados a 30 días de prisión en el penal de Devoto por los incidentes. Además, Poletti fue suspendido para jugar de por vida, Aguirre Suárez fue penado con 30 partidos en Argentina (por eso se marchó al Granada) y 5 años para compromisos internacionales, y Manera fue suspendido por 20 partidos y 3 años respectivamente. No obstante, el gobierno los indultó a todos en 1971.
La mala fama de Estudiantes se disparó. No tardaron en nombrarlo el exponente máximo del antifútbol. Zubeldia adoptó el papel de víctima, llevando a su modelo y sus ideas tan al extremo que compuso una caricatura de un equipo al que sus mismos excesos pusieron fecha de caducidad. Nadie se fiaba de Estudiantes, ni de Zubeldia. Quedaron proscritos, marcados por su ferocidad y con numerosos enemigos de su estilo, quienes achacaban a ese Estudiantes el declive global del fútbol argentino, depresión subrayada por la ausencia albiceleste en la Copa del Mundo del 70. Las Cderrotas en la Intercontinental 70 frente al Feyenoord y en la Libertadores 71 cerraron esta página de Estudiantes. Juan Ramón Verón, ídolo del pueblo platense, se marchó a jugar a Grecia y a Colombia. Luego volvió, como capitán. Se retiró y se integró dentro de las estructuras técnicas del club, como asesor, ojeador y coordinador. En su epílogo como futbolista del «Pincha», «la Bruja» ya caminaba de la mano por las estancias de City Bell, el hogar de Estudiantes, con «la Brujita», un niño despierto, atrevido y ya agarrado a la pelota. Nadie pensó que ese chico portaba el ADN de Estudiantes, aunque su historia necesitó muchos giros. Estudiantes se había forjado como un gigante en su época dorada. Bilardo aún le haría ganar títulos locales en los 80. El club ya tenía una identidad blindada, con la competitividad, los rigores tácticos y un estilo adusto y rocoso como señales de ella. Pero el calendario corrió y corrió y el sueño de una nueva Libertadores cruzó de siglo. A Juan Sebastián Verón, Estudiantes lo fichó en 2006 para someter Sudamérica. Verón tenía una deuda sentimental, por eso hizo suya esa convicción: como su padre, ganaría la Libertadores para los Pincharratas. Entonces, Verón ya representaba uno de los casos futbolísticos más singulares de la contemporaneidad. Su figura siempre alimentó discusiones de bar. La apreciación de su juego oscila de extremo a extremo. Unos lo maximizan, otros lo minimizan. La realidad es que «la Brujita» fue un jugador especial. Por eso se le adoró y se le odió a partes iguales.
Juan Sebastián Verón volvió para retomar el sueño de levantar la Copa Libertadores.
Cuando salió de Estudiantes en 1995 ya había sufrido un descenso a la B. Se había formado en la camada de los gemelos Barros Schelotto y de un portero llamado Martín Palermo, luego mutado a depredador. En esos inicios, Verón debió luchar contra su apellido. Él eraLa «Brujita» Verón pasó de Bilardo a Menotti con su llegada al Calcio el hijo de Juan Ramón y eso era más un peaje que un empuje. Su talento era evidente, pero Estudiantes había caído, y allí se le medía siempre en clave Verón. Cecilia, esposa de uno y madre de otro, respiró aliviada. Juan Sebastián se fue a Boca, con Bilardo y Maradona y duró lo que duró: no jugó mucho, pero la Sampdoria detectó un mediocampista cerebral, con un rango de pase muy exclusivo y con un mortero en el pie. La carrera de Verón en Italia alcanzó velocidad de crucero hasta 2001. Ese es el año que define a la mejor «Brujita», cuando atrapó el Scudetto y la Copa de Italia con el Lazio, formando eje con Simeone o Almeyda, apoyándose en los abiertos Sergio Conceiçao y Nedvev, y suministrando vías de gol a Salas y Simone Inzaghi. Por entonces, Verón le discutía a Zidane el dominio individual del Calcio. En Roma, jugaba siempre en punta de rombo, con Sven Goran Eriksson, el entrenador que lo había domado en Génova tras Menotti y Boskov. Porque sí, Verón pasó de Bilardo a Menotti con sólo cruzar el Atlántico. En Parma, en cambio, donde ganó UEFA y Copa, era el enganche, libre y flexible, en el atractivo 3-4-1-2 de Alberto Malesani, aquella escuadra que juntó a Verón, su amigo Hernán Crespo, Buffon, Thuram, Cannavaro, Sensini, Fuser, Benarrivo, Dino Baggio, Boghossian y Enrico Chiesa.
Verón se hizo una autoridad en el calcio. Aún se reencontraría con Valdanito Crespo en su último año en el Lazio. Era 2001 y había vivido muy deprisa en el fútbol: Génova, Parma, Roma… con dos años como máximo en cada club. Entonces, en la cima de su fútbol, de su proyección y de su figura, Verón se equivocó. Dio el paso en falso, y se marchó con Álex Ferguson a Manchester. Ese movimiento mató a Verón. La Premier lo devoró. Nunca se adaptó a lo británico su timing, su paso brasileño, como llaman en Argentina a esa cadencia lánguida, a ese caminar casi de puntillas, tan aristocrático y sutil como desesperante. Verón siempre había presentado ahí su lado débil. Era lento, demasiado. No dominaba la velocidad-espacio, lo suyo era recoger y repartir, con la pelota asegurada antes que las zonas. Su pase en corto era efectivo, lanzaba en largo como pocos, imponía carácter, lideraba, ejecutaba en parado con suavidad o violencia, controlaba el balón como entre algodones, pero el fútbol siempre corrió demasiado deprisa para que Verón cruzara la línea que separa los brillantes, de los inolvidables. Y esa frontera estuvo en su techo de 2001.
Ferguson lo fichó para cambiar el Manchester United. Los resbalones en Europa le descubrieron que debía alejarse del academicismo del 4-4-2 británico y evolucionar. Apoyado ya en Queiroz, su idea era un 4-2-3-1, con Verón formando base junto a Roy Keane y Scholes subido un escalón másSu paso por Manchester United fue un fracaso, nunca se sintió cómodo en el ritmo Premier, cerca de Van Nistelrooy. Sir Álex quería más contenido en su juego, más posesión, especialmente en Europa, en un periodo en el que al Manchester United le descontrolaban los partidos con gran facilidad. Pero la simbiosis con Keane nunca funcionó. A Verón le quitaron influencia. Keane sujetaba, pero también pedía balón. Y «la Brujita» vio cómo un señor que llevaba el escudo del Manchester United impreso en la piel y con cara de marinero bárbaro le privó de balón y jerarquía en la organización. La velocidad y el ritmo Premier hicieron el resto. De hecho, lo mejor del Verón de Manchester se desplegó en partidos de Liga de Campeones. Inadaptado, Ferguson lo inclinó a la derecha y luego al lugar de Scholes, pero «la Brujita» nunca sobrevivió cómoda. Con el club en transición, en uno de esos procesos tan genialmente medido y programado por Sir Álex, Verón cortocircuitó. Y ahí se acabó. El fracaso del Mundial 2002, donde era la bisagra del modelo de Marcelo Bielsa ya lo había sumido en un pozo de desesperanza. La crítica le apuntó. Su fracaso en Manchester acabó por encender las dudas sobre su categoría. Los traspasos de Verón movieron 117 millones de euros. Casi siempre se le midió por eso. En esos términos de valoración, su fútbol nunca estuvo a esa altura, posiblemente. Salvo en un lugar: Estudiantes. Después de un camino errático por Chelsea e Inter cerró el círculo de su aventura europea. Había jugado en varios de los mejores clubes del viejo continente, pero no había ganado demasiados corazones. Y precisamente el corazón lo tenía ya ganado en su casa, donde unos años antes apenas había asomado la cabeza para marcharse. Era ídolo de los Pincha. No había brillado nunca allí, pero era ídolo. Su pedigrí europeo representaba una de las razones de esa pasional admiración. La otra sonaba a música de leyenda: era un Verón, el hijo de Juan Ramón. Era «la Brujita», quien ya había ayudado a las categorías inferiores y a la institución con algún que otro dólar.
En Old Trafford, al lado de Keane y Scholes, Verón nunca pudo ser él mismo; fracasó
Juan Sebastián volvió diez años después para ganar la Libertadores. Le era todo familiar: su padre al mando de la escuela de técnicos Osvaldo Zubeldia, los mismos utilleros que acariciaban su cabeza cuando iba siendo niño al City Bell, donde consumió su infancia, donde comenzó a jugar a los 5 años y donde le entrenó su progenitor. En el regreso, todo fue veloz. No tardó en hacerse el mejor futbolista del continente, el más dominador y respetado. Ayudó a ello su conexión con el patrón: el emergente Diego Pablo Simeone. Quien fue su escudero en la Lazio ahora construía un equipo sobre él. Costó salir del cascarón, pero Estudiantes se puso a ganar, incluido un 7-0 al Lobo, el gran enemigo Gimnasia y Esgrima. Verón codificaba el juego apoyado en la capacidad recuperadora de Braña. Había claras notas ofensivas. José Ernesto Sosa descubría su magia inicial tirado a la izquierda del ataque. En la derecha, estaba Galván. La punta era del Tanque Pavone, rodeado de Ligüercio o Calderón. Los laterales bullían: Angeleri y Pablo Sebastián Álvarez, con Ortiz y Alayes o Domínguez de centrales. Paraba Andújar. Un 4-4-2 que tocó el éxito en el desempate con el título Apertura 2006 ante el Boca de La Volpe. Verón regresaba ganando. Pero su matrimonio con el Cholo no prosperó y Estudiantes bajaría el nivel en los dos siguientes semestre, alejado de los títulos y con poco recorrido en la Libertadores, el sueño, la misión de «la Bruja».
El Cholo se fue a River en 2008. Sosa a Munich. Voló Pavone. Marchó Calderón. Pero quedó «la Brujita», porque renunció a los dólares de la Major League Soccer. Verón apadrinó la llegada de Néstor Sensini, su capitán en Parma. Pero ni Sensini ni su reemplazo Leo Astrada impulsaron el relevo generacional del «Pincharrata». AunqueEstudiantes recuperó la Libertadores y, por poco, no hizo lo propio con la Intercontinental se rozó la Sudamericana 08, perdida en la final contra Internacional de Porto Alegre, seguía faltando un rumbo. Y un delantero capaz de desnivelar y enganches con los que se asociara Verón. Todo quedaba, en el arranque de 2009, en manos de Alejandro Sabella, quien reedificó un equipo campeón sobre la figura ya casi mística de Verón. A Estudiantes le falta instinto y Boselli se lo dio en la punta de la delantera. Gastón Fernández se convirtió en ese eslabón para que el flujo de «la Bruja» verticalizara. El Pincha se puso a ganar. Y como si la historia fuera una amiga y los devolviera a muchos años antes, a cuando el pulso se aceleraba, como la electricidad, en las gradas del viejo estadio Jorge Luis Hirschi, Estudiantes puso encima de un podio a Juan Sebastián Verón, carne de su carne, para levantar la Copa Libertadores de nuevo, casi 50 años más tarde. Habían ganado 2-1 a Cruzeiro. «La mística está viva y va de generación en generación», dijo Juan Sebastián, apelando al embrujo de su apellido con Estudiantes y la gloria sudamericana. Alejandro Sabella había sido uno de los alfiles de Bilardo en el Pincha de los 80. Conocía la idiosincrasia de la casa, sus rasgos genéticos y su ambición campeona. Formado como mano derecha de Pasarella, llegó a Estudiantes y armó un conjunto triunfador. Andújar seguía parando. Cellay y Germán Ré (hasta la llegada de Clemente Rodríguez) recubrían de trabajo los laterales más que estirarlos. Desábato y Juan Manuel Díaz daban ciertas garantías como centrales. Pero el epicentro de juego de un equipo práctico, no muy vistoso, pero sí compactado por pegamento ganador y que aleteaba veloz en ataque, lo formaban Verón y Braña, con Gastón ‘La Gata’ Fernández de vértice combinativo hacia Boselli. Por fuera, la inspiración de Enzo Pérez y Leandro Benítez contenía un claro poder de desequilibrio. Marcelo Carrusca, el lesionado Angeleri, el regreso del Principito Sosa o Schiavi también gozaron de sus momentos. La prueba de altura era el Barcelona, en la final del Mundialito de Clubes 2009, donde Sabella acudió con la misma base. Aquello fue imposible, pero el Pincha obligó a la prórroga al palacio de Guardiola. Verón, brújula y mapa del juego, era nombrado mejor jugador de Sudamérica y suya era la piel de ese equipo. El desgaste en la relación con Sabella no impidió el último grito, el Apertura 2010, tras un subcampeonato anterior. Estudiantes arrasó en ese semestre: Agustín Orión; Gabriel Mercado, Fede Fernández, Leandro Desábato, Germán Ré y Marcos Rojo; Enzo Pérez, Rodrigo Braña, Juan Sebastián Verón y Leandro Benítez; Gastón Fernández y Leandro González. Era el mejor equipo de Argentina, un bloque combativo e inspirado por «la Bruja».
Veintinueve años después, un Verón levantaba la Liberadores con Estudiantes.
Fue el último rugido de Verón. Su timón seguía funcionando. No había falta en la que no se estremeciera el portero rival. Bordaba córners y pelotas paradas. Aún acudiría al llamado de Maradona para el Mundial 2010, su tercera Copa tras su buen despunte en Francia 98 y el drama de Corea y Japón 2002. Seguía teniendo el fútbol metido en la cabeza, como si fuera una senda imposible de olvidar. Durante esos últimos años, «la Brujita» apenas necesitó unos metros cuadrados. El resto era pecho henchido y mirada autoritaria. Él se hizo dueño de Estudiantes y así se retiró, tocaba hacerlo, con 37 años, siendo un Verón, en 2012. Su padre lloró abrazado a él. Lloró la grada y lloraron las ratas en los laboratorios. Se habían ido los Verones de las canchas, ya no había padre ni hijo. Sólo quedaba leyenda, un club que, con ellos, alcanzó siempre los cielos. Leyendas, y también canciones: «Si ve una «Bruja» montada en una escoba, ese es Verón, Verón, Verón que está de joda». No retumba en 2012. Está usted en 1968, en la vida misma, guerrera y triunfal, del Club Estudiantes de La Plata.
@Joanbarriach 28 marzo, 2013
Que partidazo hizo Verón en la final del Mundial de clubes ante el Barcelona, sin correr era el faro de su equipo para pausar a su equipo, pararlo y lanzar. Un rival angustiado y que necesitaba recuperar rápido y que terminaba corriendo hacia atrás para evitar el desastre. Y ya no tenía piernas la brujita, pero de talento siempre fue sobrado