El general contemplaba el mapa que presidía un lateral del despacho de su casa, mientras masajeaba la cabeza de un pequeño Yorkshire Terrier al que daba cobijo en su regazo. El pueblo había invadido las calles para celebrar la victoria pero él había optado por no acudir a la ofrenda de la diosa junto a sus hombres. De ellos debía ser la gloria presente. La suya, a la postre, quedaría grabada en los anales de la historia. Postrado en una butaca, mientras se imbuía en los acontecimientos pasados, finalmente, no pudo contener una sonrisa y henchido de gozo, se incorporó para aproximarse a escasa distancia del cuadro. En su mano, una pica.
Había resultado extremadamente complicado. Probablemente nunca volvería a padecer una contienda tan feroz. Había conocido el sabor amargo de la derrota en la batalla. Por primera vez, sintió la amenazante mirada del catalejo enemigo, de un oponente poderoso que, durante año y medio, le brindó respuesta con una precisión y sagacidad como la que él acostumbraba a sus adversarios. Era consciente del coste que había supuesto para todos. Pero finalmente había vencido. Una vez más.
Algunas banderas acribillaban la representación política de Europa como señal de conquista. Con la firmeza del deber cumplido, el general clavó el asta sobre el centro de la Península Ibérica y con la misma mano que había tomado posesión del territorio, luego atravesó la solapa de su chaqueta a la altura del esternón. Su colección bien valía un imperio.
-Espanha, Portugal, Italia… Helenio ¿sabes quál é a diferença – El perro ladró su ignorancia. – ¡Eu também vencí em Trafalgar!- sentenció con una mueca convencida.
Y arrancó su paso, manos a la espalda, mirada pensativa, desplazándose de un lado a otro de la estancia con el pequeño sabueso siguiéndole la estela. ¿Había merecido la pena aquel encarnizamiento? Sabía del rechazo que generaba más allá de sus trincheras. Pero toda disputa acarreaba un ganador y un perdedor. Un sufrimiento ineludible y proporcional al ego de los enfrentados. Sin embargo, Bonaparte también había sufrido el odio de muchos de sus coetáneos y nadie, entonces, osó poner en duda su maestría como estratega, nadie negó sus dotes tácticas o su capacidad de liderar. ¡Solo un insensato podía insinuar que se puede conquistar Europa desde la mediocridad!
Sí, también estaban los métodos. En ocasiones resultaba descarnado, incluso con sus hombres. Pero al final, los suyos, salvo contadas excepciones, terminaban por quererlo. Y tarde o temprano, las gentes terminaban echándose a las calles, como hoy. Una estrategia lo era todo. Consistía en hacer mejor a cada uno, pero también en conseguir que todos, juntos, actuasen como uno solo. La victoria no estaba reservada, en exclusiva, para los más fuertes sino, también, para los que más confianza profesaban a si mismos y a su general. Y para ello, urgía tanto un discurso con el que convencer y exaltar, como poner en duda el que enardecía al rival. En definitiva, no se trataba más que de un juego.
-Helenio – la mascota se cuadró como un húsar – Não é só futebol. A vida também é um jogo. ¿Você entende?
-¡Xosé! ¡Pronto a jantar!
El reclamo de su mujer puso punto y final y el general acudió presto a la llamada no sin, antes, dedicar un último vistazo a su mapa. ¿Dónde hincaría su próxima bandera? Y con este pensamiento enfiló camino al comedor, satisfecho, canturreando por lo bajo, con el rastro del perro tras de sí.
– Allons enfants de la patrie. Le jour de gloire ¡Est arrivé!
Santa Elena aún tendría que esperar.
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Referencias
El Diego y el Pep
@DavidLeonRon 3 mayo, 2012
Repito el comentario de la otra entrada.
Solo dos palabras: Javier Alberdi.
Telita.