Termina el partido. Recoges tu botellita de agua, te despides de los postes si es que ese día han jugado a tu favor y agradeces a tu defensa los servicios prestados si es que hicieron algo más que romper el fuera de juego. Te encaminas al centro del campo y procedes con esa rutina respetuosa, pero burocráticamente fría, que supone despedir al equipo contrario. Sin embargo, hay una excepción. Siempre la hay. Tras el último de los «buen partido», reconoces a alguien que habla, viste y siente como tú: es el portero rival, uno de los tuyos. Al cálido apretón entre unas manos antes protegidas por un par de guantes, le acompaña una cómplice sonrisa y una palmadita en la espalda por parte del ganador. Intercambiamos unas palabras, nos guiñamos el ojo como muestra de mutuo respeto y marchamos con nuestro equipo sin poder olvidar que, durante noventa minutos, ambos pusimos la cara donde el resto puso el pie [1].
Lo puedes considerar tu tocayo, pues no hay mejor nombre que el de «portero» para referirte a él. Al igual que tú, cuando en el vestuario se anudaba las botas a los pies y el esparadrapo a las manos, visualizaba su momento. Sí, todos tenéis uno, pero ninguno se fundamenta en un sentido más dramático y existencial que el de ser la última diferencia entre la gloria y el fracaso. Cada portero tiene el suyo, desde el que desea ejercer un dominio tiránico del área ante un rival con una poderosa ofensiva, al que, desde el punto de penalti, prefiere exponer su futuro al fusilamiento de un batallón de leyendas en el campo del miedo escénico. La estética y forma de dichos momentos es indiferente, lo verdaderamente importante es la constante gracias a la que cual se entiende la esencia del cancerbero [2]: su soledad.
Esta es la primera lección: «en esto vas a estar sólo; y ni es posible huir, ni vas a querer hacerlo».
Comienza el calentamiento y las sensaciones son más positivas a cada disparo que atajas. La dirección de los mismos estaba previamente acordada, pero eso da igual, esto es lo tuyo. Estás rápido de reflejos, blocas todos los balones y sacas los puños en los centros laterales; te sientes imbatible. Desde que te abrochaste los guantes sabes que un ejercicio de tal responsabilidad requiere de una confianza sin matices ni condiciones, actúas conforme a ello y procuras que cada compañero que se anime a retarte sepa que hoy no va a ser posible. Ellos te necesitan y tú te alimentas de esa necesidad. Cada vez eres más grande, cada vez tapas más portería.
Si la idiosincrasia del juego no se ha esforzado lo suficiente por recalcar lo diferente que eres respecto al resto de futbolistas, tú echas el resto. Llegas a la portería, saltas para tocar el travesaño y con el pie golpeas ambos postes (evidentemente con la diestra al derecho y con la zurda al izquierdo, no vayamos a fastidiarla), pegas dos gritos a cada cual más tópico y aplaudes sin emitir ningún ruido por la presencia de los guantes. El árbitro está colocado, los jugadores alineados y el entrenador ya se está quejando; todo está preparado. Pero, ¡ojo!, falta un detalle fundamental. Sin él, sería materialmente imposible poner a rodar el balón. El árbitro lo sabe y, con el silbato ya en la boca, dirige su mirada hacia la portería que defenderás durante una hora sin importar el precio, levanta el brazo y pide tu aprobación para poder iniciar el encuentro. Paladeas ese momento como si del primer sorbo a una cerveza fría se tratara, cada segundo que trascurre muestra lo especial que eres. Sin prisa alguna y con un gesto de orgullosa complacencia, mascullas: «Arbi, estoy preparado, podemos empezar».
[1] «Donde el rival pone el pie, el portero pone la cara.» Juan Carlos Unzué, reflexionando acerca de la figura del portero en «La Classe del Barça».
[2] La palabra cancerbero encuentra su explicación en la mitología griega. Las puertas del Infierno estaban protegidas por un perro de tres cabezas cuyo nombre era Kérberos (Cervero).
trouro 28 abril, 2012
La gallina de piel. Que le pasa al niño que quiere ser portero? Ya no digo arbitro…