«Enfundados con la camiseta del club, los muchachos, antiguos compañeros de grada joven, desfilaron emocionados por el supermercado proyectando en cada rincón el recuerdo de un pasado añorado. Para algunos se trataba de la primera vez que pisaban el terreno de juego. Incluso hubo quien se atrevió a inspirar profundamente con la esperanza de advertir, entre pasillo y pasillo, el olor a césped mojado. Al llegar a la sección de limpieza, la comitiva se detuvo y, tras depositar sus ofrendas en el pavimento, formaron en un pretendido minuto de silencio bajo el asedio de la megafonía publicitaria.
El grupo había continuado reuniéndose cada semana en unos bancos próximos al emplazamiento que antaño ocupara el Estadio de la Congregación. En la que fuera la sede del Cultural Deportivo se erigía desde hacía tres años un majestuoso centro comercial. Aunque había algo de profanación en aquella mole ambiciosa que ahora suplantaba al templo ausente, su presencia tampoco carecía de sentido. La codicia había precipitado el final del Cultural. Consumado el descenso de categoría, la institución no pudo hacerse cargo de sus deudas y quebró. Levantar un santuario del consumismo sobre sus restos constituía todo un aviso para navegantes.
Gracias a un medio local que identificó en el supermercado del primer sótano la coordenadas del antiguo campo, los chicos habían conseguido referenciar los principales elementos del terreno de juego. Y aunque, hasta la fecha, algunos de ellos habían sido reacios a profanar el recinto, aquella mañana todos participaron en la ceremonia.
Se cumplían cinco años desde que Luismi Robles efectuara, a la altura del estante de suavizantes, la salida en falso que dio pie al fatídico gol. El centro, bombeado desde la sección cárnica, aparentemente asequible para un guardameta tan avezado, cobró, a mitad de parábola, un efecto inesperado. Robles quedó en tierra de nadie y el delantero rival remató sin oposición. No quedaba tiempo para más. Pese al intento de Valenciaga y Mayenco de apresurar el saque de centro, el colegiado marcó, desde las cajas registradoras, el pitido final. El Cultural Deportivo había muerto.
Los chicos aún podían recordar con nitidez las dramáticas escenas que se sucedieron. Los miembros del banquillo local abrazando sus sollozos, en menaje y hogar. Valenciaga y Mayenco atrapados en el punto central, sito en frutas y hortalizas. Y Luismi Robles, tendido boca abajo, abatido por el mismo disparo que no consiguió interceptar, en el preciso lugar en el que cinco años después aquellos aficionados conmemoraban el infortunio.
Pero si una imagen permaneció en la retina de los presentes, esa fue la del Chino Lastra clavado de rodillas, cuerpo erguido y mirada desvaída, con los brazos ligeramente abiertos, como si aguardase en el momento menos esperado su partida al más allá. Días antes, el abnegado lateral había confesado que no podía contemplar un futuro sin la institución en la que había crecido desde que era un niño. Cuando el último aficionado hubo desalojado el estadio, el Chino Lastra aún continuaba, en mitad de la sección de electrónica, a la espera de culminar su tránsito. Nunca nadie supo más de él.
Pelo Pincho no había reparado en la retirada del grupo, absorto en el reguero de bufandas, flores y estampas desperdigados por el suelo, Pero, justo, cuando se disponía a volver con el resto, un sonido llamó su curiosidad tras el aparador a cuyos pies se disponía el improvisado altar.
El joven aficionado no tuvo dificultad en reconocer, al encarar el pasillo del que surgía el lamento, la figura, larga y enjuta, de Luismi Robles, reclinando contra una surtido de cereales, afianzado en el punto del área chica, que jamás debió abandonar, con la cabeza gacha, cual si ofreciese su cuello en el cadalso de un verdugo.
Varias voces reclamaron al chico desde la entrada del establecimiento.
-¿Pasa algo?- le cuestionaron ya en la calle -. ¿Qué es lo que mirabas?
-Nada.- Se encogió de hombros, restándole importancia -. Tan solo era un fantasma.
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