El fútbol de Rusia, como casi todo en ese país, vive ya imbricado dentro del aparato de estado de Vladimir Putin, el hombre plenipotenciario, un absolutista de la modernidad, que no se ha empeñado en otra cosa que devolverle a su nación una firmeza imperial. En realidad, es una especie de vuelta al pasado, un intento de recuperar las esencias, comportamientos y estructuras estatales de la vieja URSS, pero con una diferencia: los bancos y las sociedades mercantiles ocupan el lugar de la ideología. Una casta de oligarcas ha sustituido el entramado clientelar que en su día configuró la Nomenclatura. Ahora, la pertenencia a la elite la regula la cantidad de rublos que tienes invertidos o en forma de patrimonio. El fútbol no ha escapado de esa red cerrada de autócratas ni al renovado espíritu intervencionista del gobierno. No nos vamos a extender demasiado en cómo ha cambiado la liga rusa porque el indicador más perfecto lo tenemos en su selección: todos los futbolistas que han viajado a Brasil juegan en Rusia, un guiño más a las selecciones soviéticas. Esta vez, esa comunión no la blinda una ideología comunista en contraste con las sociedades del otro lado del Telón de Acero, sino la ideología del capital. Allí se gana ahora tanto dinero o más que casi en cualquier otro sitio. Que la selección se componga íntegramente de futbolistas de su liga no deja de ser la meta de un objetivo: fortalecer el sentimiento nacional ruso y puro, una de los brazos de las políticas de Putin.
Tampoco gastaremos demasiadas líneas en hablar del presidente, en parte, por precaución vital. Diremos que se trata de un hombre metálico, forjado entre los códigos disciplinarios del servicio secreto soviético, con ambiciones imperiales, con un orgullo de hierro, es serio, recto y frío, y envuelve todas sus decisiones de un manto de autoridad. Si reformulamos la descripción en clave futbolística bien podemos dibujar desde el flequillo hasta la punta de su agudo mentón un retrato de la personalidad de Fabio Capello, el César, el poder que ahora gobierna la selección rusa. Es un hombre metálico, se ha forjado entre los códigos disciplinarios del juego a la italiana, ha trazado una carrera imperial (ha ganado ligas en todas las ciudades en las que ha entrenado), posee un orgullo de hierro, es serio, recto y frío, y todas sus decisiones técnicas las envuelve de un manto de autoridad. Además, como a Putin, le gusta mucho el dinero. Y, encima, le obsesiona la idea de ganar, algo que se intuye también en la mirada desconfiada y ladina del presidente.
El técnico italiano encaja en la idea política que tiene Putin para con Rusia.
Indiscutiblemente, que Capello sea seleccionador de Rusia no es casualidad. Lo primero, porque le pagan como a casi ningún otro entrenador (unos ocho millones de euros). Y segundo, porque ese equipoCapello ha borrado la herencia holandesa estaba necesitado de los nuevos valores rusos, de colmillo competitivo. En parte, el italiano lo ha conseguido. Ha ‘desholandizado’ Rusia, borrando del mapa el estilo impuesto entre 2006 y 2012 por los ciclos encadenados de Dick Advocaat y Guus Hiddink. Al margen de esto, la escuela del «fútbol total» y la escuela científica soviética siempre habían compartido, aunque sin tocarse, caminos paralelos. Varias de las doctrinas de Rinus Michels se conjugaban también en Kiev, polo del fútbol soviético en las tres últimas décadas del siglo pasado, donde Viktor Maslov y Valery Lobanovskiy habían formulado ya conceptos como la zona defensiva, la presión, las dinámicas posicionales, el ritmo alto, la excelencia atlética…
Al igual que las diferentes ediciones de la URSS, la Rusia holandesa jugó muy bien, como en la Eurocopa de 2012 o en varias fases de clasificación, pero le costaba competir. No acudía a una Copa del Mundo desde Corea y Japón 2002. Fabio Capello fue contratado para sanar esa enfermedad con sus propias medicinas. Cualquier atrevimiento estilístico quedó abortado. La huella holandesa fue borrada de un bofetón. El orden, la organización defensiva, los ideales de esfuerzo, sacrificio y trabajo, la astucia táctica, el pragmatismo ofensivo, la disciplina… Todos esos rasgos que convirtieron a Capello en un entrenador de prestigio, que devoraba triunfos, guían ahora la selección rusa. En parte, se acabó la fiesta.
La Rusia de Capello es algo más estricta en defensa, aunque tampoco eso signifique que sean ninguna garantía. Sus dos centrales, los antológicamente defectuosos Ignashevich y Vasili Berezutski, a falta de regeneración en la posición, al menos, parecen otros. Capello ha camuflado su lentitud metiendo todo el bloque defensivo veinte metros atrás, en los límites del área. Por eso, el equipo, soportado con orden cartesiano y batallador por el trío del centro del campo, tiende a contragolpear más que a gestionar posesiones. Shirokov, el hombre más completo de Rusia, un buen llegador y lanzador, es una baja traumática en este sentido. Por lo demás, no es un equipo con demasiados detalles de talento individual, más allá de Kokorin, Fayzulin o Samedov. Con el ‘Cesar’, han aprendido a sufrir y a defender algo, han ganado consistencia y sobre todo han fortalecido la mentalidad. Es, desde luego, una buena exposición del capellismo, una corriente históricamente vencedora.
Rusia ha mejorado su organización defensiva y su capacidad de sufrimiento.
Uno de los hijos de Fabio, el abogado Pierfilippo Capello, presentó un día así a su padre: “No le gustan las celebraciones. No participa en ellas. Para él, ganar solo es una parte del trabajo”. Esa es su oficina: meter una falange de futbolistas en un campo de batalla con la única salidaEn el Real Madrid ganó dos ligas aún sin el apoyo del duro entorno del triunfo. “Para mí, la diversión solo es la victoria”, confiesa el protagonista. Por eso, dicen de Capello que de las paredes de su casa no cuelgan medallas ni títulos. Son espacio para cuadros de arte abstracto y contemporáneo, una de las pasiones de su culta personalidad. Adora el teatro, la música clásica, la pintura, los toros, los buenos trajes, los viajes, el vino caro y el jabugo. Como muchos italianos es un esteta, aunque eso no se refleje en el juego de sus equipos, adustos, eficaces y ferozmente competitivos. Su estilo pasó siempre los filtros italianos, pero encontró la colisión de la crítica española. La mejor forma de venganza que tuvo Fabio fue ganar dos ligas que justa gente quería que conquistara con el Real Madrid. Una, la de 1997, la levantó con Seedorf, Redondo, Roberto Carlos, Raúl, Suker y Mijatovic. Tenía también a Panucci, y quizá por eso dijeron de su modelo que era acartonado, feo y defensivo. La otra la ganó diez años más tarde con más dificultades, cuando ya incluso estaba decidido por Ramón Calderón que debía marcharse. Pero Fabio volvió a vencer con la ayuda de Tamudo y de un equipo animado por gente como Robinho o Van Nistelrooy y encofrado por el músculo de Diarrá, la táctica de Emerson y la posesión de Gago. Capello se marchó de España tan incomprendido como una década antes pero con el mismo equipaje: dos ligas separadas por diez años.
Su garantía es esa. Capello ha vencido en todos los clubes donde puso el pie. Y todo eso es gracias a su adaptabilidad. Dicen de él que ha gozado de plantillas supermillonarias (en Milán coleccionó a los tres holandeses y les fue agregando a cada jugador que se destacaba en Europa al menos casi a la altura de ellos: Papin, Savicevic, Boban, Desailly…).Tuvo súperequipos, sí. Nos les falta razón. Como tantos otros. Pero él los hacía competir. Nunca fue un entrenador rígido. En Milan, tomó la herencia de Sacchi y realizó lo que se antojaba imposible: ganó más que él. En Italia, fue inaccesible: cuatro ‘scudetti’ en cinco años (91-96) y la Copa de Europa de 1994 en la que se permitió el lujo de redactar el parte de defunción del Barcelona de Cruyff. Al contrario que Sacchi, ganó tanto en su país porque Capello, aunque se alimentó del legado táctico del 4-4-2 de Arrigo, le dio un giro italiano a su fútbol, más precavido, en lugar de atacar defendiendo, se defendía atacando. Fue el ‘Milan de los Invencibles’. Pura fibra triunfal que encadenó 58 partidos sin perder, casi dos temporadas completas.
Pero su obra más personal fue la Roma del periodo 99-04. Ganó tan solo la Serie A de 2001, pero dejando una impronta de equipo de culto. La heredó de Zeman, le pasó la lejía y una capa de pintura de camuflaje y la construyó con un 5-2-1-2 ó 3-4-1-2 que refleja su elasticidad táctica para adecuarse a los futbolistas. Capello es reservón, riguroso, prudente, pero nieguen a quien les asegure que es dogmático. Fue una Roma que rompió el talonario también, la Roma de Cafú y Candela como carrileros, del Wálter Samuel más enladrillado, de la agresividad y puntualidad posicional de Emerson o Cristiano Zanetti, del proletariado barbudo de Tommasi (qué días vivió Tommasi con Fabio), del alma depredadora de Gaby Batistuta (20 goles en 28 partidos), de secundarios arriba como Delvecchio o Montella (cuatro le metió a la Lazio en el famoso derby del 1-5) y el Totti no más determinante, pero sí más especial y mágico. Fue un equipo compacto, inaccesible, con una contundencia competitiva colosal. Le aplicó Capello su obsesión por la perfección posicional y el látigo, del mismo modo que más tarde haría en la Juventus, con Ibrahimovic, Del Piero, Cannavaro, su fiel Emerson y Moggi, relación por la que perdió las dos ligas que allí ganó.
Más que táctica, el carácter italiano de Fabio Capello se plasmó en el espíritu de sus equipos.
El técnico siempre ha encarnado la italianidad, aunque no en su sentido estricto, de severidad táctica, sino más espiritual. Él siempre consideró la autoridad como un pegamento colectivo y por eso se mueve entre grupos humanos como un jefe de la manada. Capello creció en una época en la que el fútbol italiano consolidó sus bases inaugurales, con el apogeo del catenaccio y su asimilación cultural. Como futbolista tuvo poco que ver con su perfil de entrenador. Fue un ‘mezzala’, el medio de acompañamiento del ‘regista’ y el ‘mediano’, en la estructura del catenaccio. Era un centrocampista que volanteaba con cierta técnica. “Tenía una brújula en lugar de pies”, dijo Viani, Fue un buen complemento en el SPAL de Ferrara, la Roma, la Juventus, el Milan y la selección italiana, a la que le dio su primera victoria en Wembley con un gol suyo.
Todos los padres fundadores del juego a la italiana lo tocaron. Helenio Herrera lo entrenó en la Roma y lo marcó para siempre. “Le debo mucho. Fue el más grande. Él me enseñó a no tener miedo a mis oponentes, tener determinación confianza para ganar”, ha recordado alguna vez Capello. Nereo Rocco fue su director deportivo en el Milan. Y Ferruccio Valcareggi su seleccionador. Pero ninguna influencia definió el carácter y los modales de entrenador de Fabio Capello como la de su padre Guerrino.
Su personalidad estuvo definida por sus técnicos… y su lugar de nacimiento.
A Capello no solo hay que entenderlo como hijo de una época en la que el fútbol restrictivo de Italia cogió su mayor temperatura, sino también como hijo de su padre y de las veleidades de su tierra. Capello es bisiaco, de Pieris, en la Bisiacaria, una región históricaLa Bisiacaria también forjó su personalidad entre duras guerras en el córner noreste de Italia, muy cerca de Goritzia y la frontera con Eslovenia. Es un territorio durante siglos expuesto a los zarandeos geopolíticos y conflictos por su valor territorial y su variado componente étnico. Por allí pasaron casi todas las guerras. Las venecianas, las napoleónicas y las mundiales. Los bisiacos, ‘gente sin tierra’, históricamente fueron eslavos desplazados por las invasiones otomanas que se refugiaron en la cuenca del río Isonzo, la frontera tradicional entre Italia y lo que ahora es Eslovenia, una vez fue Yugoslavia y mucho tiempo el Imperio Austro-Húngaro. Hay una raíz eslava en los Capello. Su pueblo, Pieris, donde nació hace 68 años, queda, de hecho, en la orilla derecha del Isonzo, al otro lado de los históricos territorios italianos, ahora dentro de ellos, pero durante casi todo el siglo XIX bajo dominio austriaco. Fue una región caliente siempre, pero especialmente tras la Segunda Guerra Mundial, al igual que Rijeka, Pula, Goritzia y Trieste, donde aliados y yugoslavos discreparon tanto en los primeros años de paz que se creía que allí estallaría la Tercera Guerra.
Toda la historia de esa zona definió las personalidades de sus pobladores. De allí, se dice, son los italianos más impasibles, más malhumorados y más trabajadores. Gente a la que los tiempos, entre batallas y penas, que les tocaron vivir convirtieron en autoritarios, comprometidos, férreos y disciplinados. No es extraño que de muy cerca del pueblo de Capello, de la ciudad de Trieste, sean naturales Nereo Rocco (con sangre austriaca) y Césare Maldini (genes eslovenos), dos exponentes fundamentales del ‘defensivismo’ italiano. La Triestina, de hecho, fue uno de los primeros laboratorios del catenaccio de Rocco.
Guerrino, el padre de Capello, creó una familia con esos códigos de rectitud moral. Soldado, había sobrevivido a un campo de concentración alemán durante la Segunda Guerra Mundial, adonde fue recluido después de que Italia, liberada de Mussolini, declarara la guerra a los nazis. Se sintió abandonado por su país. Eso lo trasformó en una persona desconfiada, rasgo que recibió luego Fabio. Los valores católicos presidían la familia. Todo esto moldeó la personalidad de Capello, y por supuesto al entrenador: el lugar de infancia, su padre y la época (nació solo 16 días después de que los soldados ingleses se marcharan del protectorado de la Bisiacaria. “No soy inglés por muy poco”, aseguró cuando Inglaterra lo firmó como seleccionador). También lo esculpieron las matemáticas. Su mirada analítica no es casual. Su padre enseñaba la materia como profesor de un colegio. El joven Capello cogió gusto a los números (tanto que ahora tiene un equipo de abogados y asesores fiscales mejor que el de muchos banqueros italianos) y, mientras se iniciaba como futbolista, se sacó los estudios de topógrafo. Amaba la geometría tanto como el trabajo, dos señales indisociables en su estilo de entrenador.
Ahora, compondrá figuras tácticas en una Copa del Mundo con Rusia. A Inglaterra no la pudo conducir en Sudáfrica allá donde su excelente fase de clasificación apuntaba y no pasó de octavos. A la Eurocopa de Ucrania y Polonia no llegó después de otro camino notable porque rechazó el intervencionismo de la FA en el ‘affaire Terry’. Su equipo lo gobernaba él y si se le impedía convocar al capitán perdía la legitimidad. Dimitió. Aún conserva el mejor índice de victorias de la selección inglesa (66,7%). Porque esa es su marca: los triunfos. Pocos entrenadores hay el mundo con ese sello de garantía. En Brasil, la Rusia de los Césares, de Fabio y Vladimir, de Capello y Putin, mostrará si se le inflama o no la vena competitiva.
varogs 17 junio, 2014
Qué injusto se ha sido en Madrid con Fabio… sigo pensando que su primera etapa sentó las bases y asentó a algunos jugadores para el ciclo de 3 copas de Europa posteriores, al menos la 7a y la 8a.