Deja el casco sobre el mármol y un leve suspiro al aire. Sus ojos brillantes recorren la amplia estancia mientras desabrocha su pesada coraza. Nunca oscurece del todo en el Olimpo. Se quita las grebas de bronce con un gesto tenso y las deja en el suelo. Rayos de luz crepuscular se entrelazan con las columnas del salón y dibujan, al fondo, la robusta silueta del padre. Un vistazo furtivo desata sus sentimientos. Sentada en el balcón, recortada contra contra las nubes que gobierna, la figura barbuda se agacha sobre un pequeño libro. Ella respira hondo e intenta serenar su espíritu. Deposita los brazales sobre el banco, contiene su frustración y da algunos pasos hacia el balcón.
– “Con todo no podía eso durar mucho. La experiencia / de los años me lo muestra. Pero sin embargo un tanto abruptamente / vino el Destino y lo detuvo”, reza una voz grave desde la agitada espesura de una barba blanca ondeando al viento. Y prosigue: – “Breve fue la hermosa vida…”.
– Muy oportuno, padre. ¿Homero? – Lo interrumpe ella disfrazando la furia que anima sus palabras bajo un manto lacónico.
– Kavafis, un hombre fascinante. – Responde, entusiasmado. – Nació y murió en Alejandría y creció entre los bretones, pero su lengua era el griego. No el nuestro, claro – alza la vista hacia el horizonte mientras peina su barba y rebaja su voz -, sino el que vino luego. – Hace una pausa. – Siempre viene algo luego… ¿sabes? – Devuelve la mirada al librito y recupera un tono más animado: – Su lenguaje es un tanto pretencioso, como es propio del oficio, pero es bello y preciso. ¿Qué tendrán los poetas que todo lo ven llegar antes que los demás?
Grecia cayó el día en el que mostró un dominio más sólido.
Ella ya no puede contenerse.
– No creo que Kafavis se refiera al tiro de Gekas.
– Es “Kavafis”. – Apostilla el padre, la voz calmada mientras se inclina hacia su hija.
– ¡Da igual! – Ella alza una mano vigorosa y da pasos duros hasta la balaustrada, rehuyendo la mirada del padre. El viento le azota la cara. – ¿Acaso no lucharon? ¿No creyeron? ¿No lo buscaron, padre? ¿No merecían recorrer un camino más largo? Les arrebataste el triunfo el día en el que su empeño fue más brillante. El tanto de Ruíz… ¡Qué crueldad! Y esa prórroga… ¿para qué? Yo te lo diré: ¡Para postrarles de aflicción bajo a tu orgullo!
– ¿Y los otros, hija mía? ¿Acaso fue menor su gesta e indeseable su alegría?
– ¡No es lo mismo! Y bien que lo sabes tú, que lo sabes todo.
– ¿Por qué es diferente, hija mía?
El padre se levanta y se acerca a la balaustrada. Un metro a su diestra, su hija mantiene fija la mirada en las nubes que él gobierna. Zeus apoya el libro en la baranda y sigue leyendo en voz alta:
– “Mas cuán intensos fueron los perfumes, / en qué maravillosos lechos nos acostamos, / a qué placer / nuestros cuerpos entregamos. / Un eco de los días del placer, / un eco de aquellos días vino hasta mí, / algo del ardor de nuestra juventud”. – Y cierra el libro en su mano derecha mientras busca los ojos dolidos de su hija. – ¿Nuestra gente? No, no lo es. Sus dioses son otros. Pero tampoco nuestra gente es tan nuestra. ¡Fíjate! Kavafis lleva muerto ochenta años y fue uno de los últimos que mantuvieron vivo nuestro recuerdo. Un islote en medio del mar. No, hija mía. Nada tengo que ver con lo que ha ocurrido en ese extraño país más allá de las Columnas de Hércules. Ningún poder ostento sobre los hombres de este siglo.
Algo se desploma en el interior de ella. Otra coraza, quizá la que guardaba una certeza esquiva. Silba el viento en el exterior.
– ¿Entonces lo de Sokratis…?
-Su propia obra, hija mía. ¿Qué va a ser? Kavafis es un poeta delicioso, fíjate: “Volví a tomar en mis manos una carta, / y leía una y otra vez hasta que me faltó la luz…”.
– ¿Y lo de Samaras? – Lo interrumpe, ansiosa, mientras agarra su clámide de lana.
– Y lo del otro día. Y lo de hace dos años. Y lo de hace diez. Ninguna fuerza divina habita las piernas de los griegos, hija mía. Sólo el músculo y la sangre de la que están hechos. La misma que los ticos.
– Pero…
– Dime, hija mía. – Responde el padre, apartando una vez más la vista del librito.
– Entonces les han vencido, padre. Han vencido a Karagounis y Katsouranis. – Y afloja la presa sobre la lana.
Costa Rica acabó imponiéndose con una resistencia heroica.
Una risotada franca inunda el salón y el cielo se ilumina con un relámpago fugaz cuando el padre se gira para tomar con cariño a su hija de los hombros.
– ¡Claro que les han vencido! Y no hay vergüenza alguna en ello. Han luchado sus batallas, ¿qué más pueden pedir? Han ganado algunas, han perdido otras y nunca se han rendido. Feliz aquél del que se puedan cantar tales hazañas.
– Y ya está. – Añade ella con la voz apagada.
– Una vida bien vivida, nada más puede pedirse que tan alto ejemplo. Ahora es el tiempo de otros: De Pinto, Navas y Campbell. De celebrar sus victorias y llorar sus derrotas, de asombrarse ante un nuevo camino que justo acaba de empezar.
Ella mantiene un largo silencio en brazos de su padre y al tiempo se aparta con suavidad para apoyarse en la baranda. Una lágrima dulce recorre la mejilla de Atenea mientras el vendaval amaina en el exterior. Alza el rostro hacia el vestigio de la tormenta y su figura erguida y serena rompe el silencio con palabras gentiles:
– En verdad son versos bellos. Sigue leyendo, padre. Por favor.
– Claro, hija mía: “Y salí al balcón melancólicamente…”*
*“En un atardecer”, de Konstandinos Kavafis
Wanyamok 30 junio, 2014
Buah, vaya articulazo, Marc. A mí siempre me gustó e interesó (creo que como tú) la mitología griega.
Yendo a lo futbolístico, Grecia hizo un bastante buen 1T. Su repliegue impidió el avance por dentro y obligaba a Costa Rica a salir por bandas o en juego directo, donde también recuperaban el balón. Pero cuando Bryan Ruiz y Campbell podían girarse y atacar de cara… los deshacían.
Fantástico mundial de Costa Rica. Histórico. Al igual que el de los griegos, por supuesto.