Cuando un estadio de fútbol cierra sus puertas para no volver a abrirlas, con él se van infinidad de significados, seguramente todos los que pueda ser capaz de recordar cada aficionado que ha vivenciado, en menor o mayor medida, en la cercanía o la distancia, algún hecho que tenga precisamente lo que perdura: un significado. Nuestros profesores, y en este orden, Chema R. Bravo, Sergio Vilariño y David Mata, comparten un momento, a modo de guiño, de mueca nostálgica, sobre lo que ha sido y significado un estadio monumental para todos. El estadio Vicente Calderón.
Entre los cascotes y el polvo
Entre los cascotes y el polvo del Vicente Calderón, se fosilizará una parte de la memoria del Real Zaragoza, club que encontró en el estadio colchonero un talismán de plata con el que forjó su tradición copera. Dos de las seis Copas de España, primero del Generalísimo, después del Rey, que iluminan su pasado se levantaron en la orilla del Manzanares. Fueron las dos intermedias, ni las dos primeras (ganadas en el Bernabéu en los 60) ni las dos últimas (conquistadas en La Cartuja y Montjuic en el nuevo siglo).
Fueron las copas de 1986 y 1994, es decir, el tiempo en el que en un niño, quien esto escribe, se cultivaba con más energía y profundidad la pertenencia y la carga sentimental de un equipo de fútbol. En 1986, le llevaron a Madrid, pero no guarda recuerdo alguno del Calderón porque no lo metieron dentro: lo dejaron fuera, en casa de familiares, entre biberones y pañales, mientras, al cabo de las horas, lo recogían de vuelta a Zaragoza entre cánticos de campeones. A un padre se le acaba perdonando todo excepto que no te tenga a mano para lanzarte por el aire cuando Rubén Sosa le mete un gol triunfador a Urruti, al Barça de Schuster y Carrasco.
Ocho años más tarde, el viaje se repitió y, entonces, conoció la arquitectura y el bombeo sanguíneo del Calderón, su incandescencia y sonoridad, una acústica solo comparable en España al Pizjuán, con esas tribunas perfectamente empinadas, huecas por debajo de la hilera de asientos, y una rampa hormigonada por la que aquella noche de 1994, contra el Celta de Vigo, se vio caer o rodar una dentadura postiza de un aficionado del Zaragoza: el Paquete Higuera, aquella bomba atómica con piernas, le marcó el penalti definitivo de la tanda a Cañizares causando una detonación, una onda expansiva, que se llevó por delante la prótesis dental de ese hombre eufórico, quien amagó con meter el brazo en esa rampa, bajo la butaca, para recogerla, hasta que entendió que más valía una Copa del Zaragoza que un buen mordisco.
Cedrún le había parado antes a Alejo el penalti clave y poco después prometió que ganaría la Recopa un año más tarde. Mientras, en la grada mágica del Calderón, nacía un sentimiento íntimo y hechizado con ese estadio: siempre que el Zaragoza se metía en una final de Copa, deseaba la orilla del Manzanares como sede. Allí no la perdería. Allí ganaba siempre. El fútbol y la fuerza del ritual. Sabía que, de entre esas paredes, siempre acabaría saliendo un trofeo o una dentadura.
Justicia divina
No había pasado ni siquiera un año desde aquel momento que rompió el corazón de todos los atléticos. Un gigantón defensa del Bayern, que no debería haber sabido chutar bien pero lo hacía, marcó el gol de su vida para arrebatar el sueño de los colchoneros. Bruselas quedaría marcada a fuego en la memoria colectiva del Atlético de Madrid y ver a jugadores vestidos de rojiblanco recoger la ansiada Copa de Europa fue la última espina de una corona que todavía no se han ceñido. Pero en la ribera del Manzanares se sentían campeones y el destino les serviría un poco de redención.
No había pasado ni siquiera un año y el Vicente Calderón acogía un partido que podía proclamar al club como campeón del mundo. El Atlético de Madrid representaba al fútbol europeo en la competición ante la renuncia del Bayern Munich. La violencia de los equipos sudamericanos en las ediciones precedentes, así como la falta de fechas, había provocado que los campeones europeos comenzasen a renunciar a la Intercontinental. El Ajax había sido el primero, cediendo su lugar a Panathinaikos y Juventus ante el temor a las encerronas perpetradas por Racing de Avellaneda, Estudiantes o Nacional ante Celtic, Manchester United o Milan. Era la oportunidad del Atlético de Madrid, que además era el más argentino de los clubes europeos, de medirse al rey de América, Independiente de Avellaneda. Los hombres de Roberto Ferreiro habían sumado tres títulos consecutivos e iban camino de un cuarto, con Ricardo Bochini y Daniel Bertoni como puntas de lanza. El Atleti, que había sido derrotado en Avellaneda por la mínima, necesita ganar por dos goles. Y a ellos se lanzan los rojiblancos, liderados por el rapidísimo Rubén Ayala. El argentino crea el caos en la defensa de Independiente cuando aparece por la izquierda y sirve balones claros para los centrocampistas que llegan desde atrás. Tras el gol de Adelardo -nadie más adecuado-, el propio Ratón recuperando un rechazo en la frontal, pasando por entre dos rivales y rematando casi desde el suelo puso el segundo y definitivo gol en el marcador ante el delirio del Calderón. Campeones del mundo. Justicia divina.
LA PARED INVISIBLE
La geografía de los alrededores del estadio Calderón es tan peculiar que se hace imprescindible un guía nativo para entenderla. Le pregunté a un amigo mío, muy indio, que qué cinco cosas le venían en mente al oír el nombre del estadio y lo que se le ocurrió fue: Río, Mahou, frío, cemento y afición.
La fábrica de Mahou estaba al lado del estadio, así que cuando se jugaba se podía ver salir a los camiones de cerveza. Eran dos iconos. Mahou es un patrocinador del club de toda la vida y también es una marca de cerveza muy de Madrid. De aquí podemos deducir que los alrededores del estadio no son sólo un espacio físico, sino también parte de una geografía emocional. Un objeto de estudio para la ciencia de la psicogeografía. Por tanto, marchar del Calderón también significa despedirse de una parte de una tradición invisible.
Por ejemplo, ya no habrá más la poética de los hinchas atléticos saliendo desilusionados por el paseo de los melancólicos. Que es una coincidencia entre nombre (melancólicos) y apodo (El pupas) tan asombrosa que hasta parece cosa de literatura. Antoine de Saint-Exupéry decía en “El principito” que lo esencial es invisible a los ojos. Fue la lección que el zorro quiso brindarle al protagonista. El principito no debería quedarse en las apariencias, sino buscar el espíritu de las cosas.
Ahora les contaré un secreto. La misma arquitectura del Vicente Calderón escondió durante años una geografía invisible que le conectaba con el antiguo estadio Metropolitano. Cuenta Miguel San Román que existió una jugada característica a la que los locales llamaban “la Parada de Pared” que había nacido en una época previa a la de aquel traslado.El rival tradicional era aquel Real Madrid de Di Stefano y Puskas, que conjugaba el juego de pared de dos grandes escuelas: La rioplatense y la danubiana. Sin embargo el Atlético había encontrado un antídoto que le permitió apuntarse dos finales de Copa ante la desesperación de Di Stefano, que se lamentaba: -«¿Será posible que perdamos de nuevo?». Y fue posible porque la jugada era un prodigio coreográfico. El central rojiblanco, en el caso que nos ocupa, Griffa, en lugar de seguir la pelota para cortar, se quedaba quieto, bloqueando la trayectoria del delantero. E indefectiblemente este atacante acaba por el suelo, cómo si hubiese chocado contra una pared invisible. La mayoría de las ocasiones el colegiado estaba siguiendo la trayectoria de la pelota y no se apercibía de que a pocos metros había un hombre por tierra. Era el crimen perfecto. Y esta técnica, cuya invención San Román se la atribuye al argentino Griffa, fue pasando de mano en mano hasta llegar al Calderón (1966). Fue heredada por Jesús Glaría, Jayo, Iglesias, el paraguayo Domingo Benegas, o el dúo formado por Eusebio y Heredia. Y aunque cada cual le daba su propio estilo, por ejemplo el brasileño Luís Pereira la ejecutaba entre risas, cómo corresponde a la imaginaria de su tierra, todos formaban parte de la misma pared invisible.
lordcab 26 mayo, 2017
Voy a tomarme la libertad de contaros mi mejor recuerdo del Vicente Calderón, por edad, soy de la Generación Doblete, y aunque ese recuerdo es imborrable, me pilló con 10 años, y lo tengo menos fresco. Además que el post habla del Vicente Calderón y voy a contaros cuando volvió a rugir de verdad por primera vez en décadas. Cuando el cimiento del Viejo Manzanares vibró como si de un terremoto de magnitud 9 asolase la Ribera del Río.
09 de Abril del 2014, Cuartos de Final de la UEFA Champions League, Atletico de Madrid – Barcelona de Messi. Resultado de la ida 1-1.
Ese día desde antes de entrar al campo ya se veía que era un día especial, un día donde toda la gente allí reunida estaba convencida de que era EL DÍA. Como siempre, Paseo de los Melancolicos abajo, llegada al Vicente Calderón, en frente de la puerta 25, y del Bar El Doblete, unas cañas previas post-partido, "calentar el ambiente" que llamamos antes de entrar. 19:00 de la tarde, Hora y media antes de entrar hay ya 20.000 creyentes en los aledaños, cantando sin parar. La empresa nada fácil, eliminar al Barca de Messi, el equipo que atesoraba 4 de las últimas 10 champions. Como siempre apuramos para entrar al campo, pero 20 minutos antes ya estamos dentro. El ambiente no se puede describir con palabras, pero se palpaba en el ambiente que era el día. El mosaico, lo resumía todo en 5 letras, GANAR. El Himno de la Champions puesto a todo volumen y solo se escuchaba una cosa, ATLETI cantado por 57.000 personas. Himno a capela que hizo estremecer la aluminosis del viejo estadio, si hubiese tenido voz, seguramente hubiese abandonado el viejo cemento para unirse a nosotros.
Empieza el partido, y ahí vinieron los mejores 20 minutos que yo he visto en el Vicente Calderón en 34 años, 20 minutos donde el Atleti mete un gol, da 3 palos y consigue que el Barca de Messi, el mejor jugador de la historia, se estremezca desde las bases. TREMENDO.
De ahí al final, ni un segundo de silencio, daba igual que Diego Costa y Arda Turan no estuviesen, eran 11 camisetas rojiblancas abajo y 57.000 arriba y no había nada más que eso. Todos unidos, Todos juntos.
Acabó el partido, y una hora después seguíamos estando esas 57.000 personas en el Vicente Calderón. Nunca un partido duró 4 horas. Pero ese día, el viejo estadio, recuperó su Magia.
Hasta siempre, Vicente Calderón.