Sabemos de su inteligencia, astucia, ferocidad, sigilo, determinación, fiabilidad, viveza. De la devastación de su diagonal, de su puntualidad en el remate y su interpretación de los espacios. De cómo se mueve entre la sombras, fantasmagórico, silencioso, letal, como si te esperara a la salida de un callejón. Pero, cuanto más creemos saber de él, menos lo conocemos. Cuando lo vimos las primeras veces creímos que su afilada zancada concentraba todo el jugo de su fútbol. Louis Van Gaal se asomó a la incubadora de talentos como en tantas otras ocasiones y detectó en Thomas Müller (Weilheim, 1989), nuestro hombre, un secreto oculto. Aquella apuesta nos dio otra pista: ese futbolista debía reservar algo más que los rasgos propios de la caballería ligera germana. Lo desvelamos rápido. La raíz del fútbol de Müller no nacía ni en el tensado de su pisada ni en el motor de su ingeniería, sino en el mapa neuronal de su cerebro.
Müller es un goleador que no vive en el área y un extremo sin regateHan pasado el tiempo y los partidos. Müller se especializó en asaltar las Copas del Mundo armado con goles nacionales, en conjugar remates y asistencias en el Bayern de Múnich de la Copa de Europa y la Bundesliga, y en configurarse como uno de los futbolistas con el reloj competitivo más exacto de nuestros tiempos. Sin embargo, seis temporadas después de su consolidación en el primer equipo del cíclope alemán, hay algo inmutable en él. Continúa siendo el mismo futbolista indescifrable de los primeros días: es un goleador que no vive en el área; sobresale como extremo sin la electricidad del regate y la erupción de un desborde; y luce en la mediapunta pese a que carece de la sensibilidad técnica y las inspiraciones naturales de los jerarcas de la posición.
Todo esto nos pone delante de un jugador tan poco ortodoxo y tan exclusivo que se escapa de los límites de lo convencional. Es inimitable. No hay taller capaz de fabricar una copia de alguien cuyo fútbol desconcertante y contradictorio representó, desde el principio, un anguloso desafío para Josep Guardiola en su desembarco en el Bayern Múnich. Nadie como Müller dentro de la elite de la plantilla bávara escondía un contenido tan poco compatible con la filosofía y el ideario del entrenador catalán. Aunque el fútbol de Pep tiende a licuarse y expandirse como si no hubiera leyes geométricas que lo soporten, como si en ese escenario de aparentes libertades Müller residiera en un paraíso espacial, todo el patrón de Pep tiene un insobornable ordenamiento cartesiano, donde la fijeza de las posiciones funcionan como un íntimo catecismo.
En cierta medida, Müller era un reto para Guardiola. Y Pep para Thomas.
Guardiola creyó observar en Müller un potencial interior de juego de posición. No tardó en cambiar de plan para un futbolista cuyo peso específico dentro de la cultura popular del club bávaro era tal que sería complicado encontrar sólidos argumentos ante un eventual sacrificio. A Müller había que encontrarle un sitio. Y en realidad, la pasada temporada, lo tuvo. Aunque siempre reinó la impresión de que las lesiones le ahorraron embarazos a Pep en la ‘cuestión Müller’, nunca transmitió el atacante alemán las certezas de un titular. La tendencia a la anarquía y ese instinto salvaje que gobierna cada uno de sus impulsos sobre el campo cortocircuitaron el programa de Pep para adecuarlo como un volante interior. A ello, se le unía un problema atávico: Robben y Ribery, el rey y la dama en el Bayern, nunca mezclaron con el alfil Müller en el mismo tablero. Ya desde tiempos de Van Gaal este rechazo a la reunión de los tres astros fue una astilla clavada en las carnes del Bayern.
En definitiva, Müller acabó con Pep en un extremo o como escudero de Mandzukic. Es complejo, tanto como nuestros protagonistas, identificar las causas del experimento fallido. ¿Cómo un futbolista como él, con su sabiduría táctica, colisionaba con Pep? En alguien tan paradójico como Müller debía guardarse las respuestas: ni tenía la exactitud en el pie ni la contención en el alma para moverse en esas zonas de peso creativo en el Bayern de Guardiola. O volaba o dormía. Conocimos así finalmente que Thomas tendría detalles de centrocampista pero nunca sería uno de ellos.
Aunque parezca lo contrario, Müller tiene mucho de indomesticable, como si ejerciera de espíritu impulsivo encerrado dentro de un cuerpo racional. Sin embargo, la capacidad imprevisible de Müller es inagotable. Esto lo eleva como un futbolista fascinante: en los últimos meses, hemos asistido a cómo Thomas gana peso dentro de los postulados de Guardiola. Marca goles como siempre, pero asiste y participa como nunca. La cosa ha sido así: Pep ha matizado su equipo en clave alemana, subiéndolo de revoluciones, y al Bayern llegó Lewandowski, un delantero de fragmentación. El socio ideal para la vocación exploradora de Müller.
Así vivimos unos días en los que Thomas ha confirmado aquello que sospechamos de él: es un producto de la evolución. Un monumento darwinista. Capaz de adaptarse para sobrevivir incluso dentro de un ecosistema tan hostil para él como los construidos por Pep Guardiola. Esto es lo que hace original a este futbolista, ahora cómodo cerca de Lewandowski, jugando más que nunca como un segundo delantero con ciertas exigencias estratégicas (como observamos en el Camp Nou con su misión de garantizar la amplitud de su equipo en la derecha). O formando con el polaco una doble punta abierta cuando Pep ha probado su diamante utópico: Alonso, Ribery, Robben y Gotze.
Su evolución táctica, desde Van Gaal a Guardiola pasando por Low y Heynckes, es compleja.
Fue fundamental en el gol de Mario Gotze con una asistencia fantasmaUn día le preguntaron a Müller si sería capaz de definirse. Nadie ha sido capaz aún de encontrarle la página adecuada en el catálogo del fútbol, pero Joachim Löw, el seleccionador de Alemanía, se aproximó en una ocasión: “No es un futbolista creativo, aunque es un creador”. Hay un gol que resume esta acepción de Müller. Y no lo marcó él. Fue en la final de la Copa del Mundo entre Alemania y Argentina. La pelota le cayó a Schürrle en el flanco izquierdo. Götze se alejó de él y, entonces, un relámpago recorrió el cuerpo de Müller. Lo interpretó todo como las personas que leen los libros en diagonal: Müller se convirtió en viento como tantas veces, corrió hacia Schürrle en dirección contraria a la lógica y arrastró entre la hojarasca a Demichelis. Cuando el central argentino comprendió que es imposible perseguir al viento, ante Götze se abrió el espacio que almacenaba un Mundial. En dos segundos de prodigiosa lucidez, con un par de zancadas, Müller había desarmado el partido más importante que tiene el fútbol. Comprendimos en ese momento, con una de esas asistencias fantasmas, pues el pase lo dio Schürrle aunque el gol lo fabricó Müller, que Thomas no solo es el viento invisible, furioso y juguetón que recorre los espacios imposibles, aquellos que nadie ve, los terrenos intermedios en los que solo él sabe aparecer. También es la corriente ventosa que todo lo derrumba y arrastra: detecta los espacios para él (su infalible diagonal es su mejor autógrafo), pero también para los demás. Un huracán.
A este futbolista compuesto de aire en movimiento, decíamos que le solicitaron en una entrevista que se concretara como futbolista. Para alguien con un juego tan insólito no significó demasiado esfuerzo encontrar una respuesta insólita: Müller se inventó el nombre de su propia demarcación, un privilegio al alcance de casi nadie en la historia de este deporte. Müller se autoproclamó ‘raumdeuter’. Una traducción libre nos habla de un “intérprete del espacio” o “investigador del espacio”. Ahora, el videojuego Football Manager incorpora entre sus roles el “buscador de espacio”, el ‘raumdeuter’, la posición parida por Thomas Müller: un delantero que se mueve como una ventisca, invisible, volando entre los territorios despoblados, barriendo todo el frente del ataque, soplando imprevisible cuando gira una esquina, que grita gol entre el silencio de sus pasos, el rey del segundo palo, alguien a quien nadie advierte, pero todos sienten. Así es Müller, el bicho más raro de una lujosa y contracultural generación germana, pero en la que él es el más alemán de todos: con una mentalidad de acero, una rubia mirada, determinante como un martillo, eficiente como la vieja maquinaria del fútbol nacional, incansable en el desgaste y tan frío en las celebraciones de los goles que parecen un castigo. Como si congelara la felicidad con el soplo de una gélida ráfaga de las cumbres de Baviera. Al fin y al cabo, posee el apellido más alemán y mejor sinónimo de gol: Müller, el mismo que comparte con el hombre de piernas macizas que le entregaba chocolatinas en las instalaciones de Säbener Strasse cuando él tenía diez años. Su nombre era Gerhard y lo llamaron Torpedo. Y no estaba hecho de viento, sino de goles.
Ricardo 12 mayo, 2015
Vaya genialidad de artículo, Marc. Ciertamente analizar a Muller debe ser lo más interesante y contradictorio que puedas encontrar en el panaroma mundial de la élite.