«A seleção brasileira montou para o campeonato mundial na Suécia um esquema que primava pela organização, comparado à completa bagunça dos anos anteriores».
«A diferencia de la anarquía que primaba en sus anteriores incursiones internacionales…». Esta frase o similares inician varias descripciones de la conquista verdeamarelha de la Copa del Mundo de 1958, incluso algunas de autoría brasileña, y sin embargo resulta totalmente incierta. Por ejemplo, el entrenador de 1954, Zezé Moreira, ya era tan adicto al orden y la disciplina como cualquier técnico moderno o más. Este desacuerdo entre historia y mito radica en que cada eliminación en el Mundial fue vivenciada mediante un intenso drama emocional, lo que acabó generando una distorsión en el imaginario brasileño. Puesto que resultaba inaceptable que las cualidades antes expresadas (disciplina, orden), presentes incluso en el lema nacional «ordem e progresso», no hubiesen aportado el dulce fruto de la victoria final, así que el inconsciente colectivo borró la experiencia y la sustituyó por el estereotipo.
La historia relata que la sensación del pueblo brasileño era ficticia.
Si nos remontamos hasta los prolegómenos del primer campeonato de la posguerra mundial encontraríamos a la Confederação Brasileira de Desportos (CBD), semilla de la futura CBF, eligiendo casi por aclamación a Flávio Costa como el «optimo disciplinador». Persona eminentemente enérgica, Costa asumió el encargo con determinación y aplicando a sus funciones un férreo control. Ya fuese convocando jugadores, decidiendo alineaciones, organizando sistemas o definiendo tácticas, en aquel fútbol vasto en extensión territorial y fragmentado en una maraña de campeonatos regionales. Aparentemente incansable, también procedió a hacerse cargo de la condición física del equipo y del diseño de un programa de protocolo para los jugadores, estructurando en que lugar deberían concentrarse sus comandados, controlando personalmente sus horarios, así como que vestir o dónde y qué comer.
Entrenar en aquellos tiempos revestía riesgos más allá de lo puramente futbolístico. Siendo entrenador del Vasco da Gama, Costa había marginado al ídolo Heleno de Freitas debido a su pésima conducta dentro y fuera de la cancha -luego se descubriría que la sífilis le estaba enloqueciendo-. Un día el jugador entró en las estancias del club, fuera de si y empuñando un revolver que presionó contra la frente del técnico. Heleno llegó a amartillar el arma y hubo un forcejeo entre ambos, aunque afortunadamente la pistola no estaba cargada. Luego Heleno sería «o grande ausente de 1950″. La violencia estaba en el día a día, se convivía con ella y Costa estaba dispuesto a ejercerla en caso de considerarlo necesario. A Ipojucan, un mulato alto, frío y de juego virtuoso, le devolvió a un partido decisivo, del que pretendía borrarse entre lágrimas, propinándole una sarta de bofetadas en el descanso del medio tiempo.
Durante décadas se había larvado un sentimiento de inferioridad en Brasil producto de sus habituales derrotas a manos de las potencias futbolísticas de la escuela rioplatense (Uruguay y Argentina). TrasFlavio Costa permaneció en la Canarinha 6 años; hasta el maracanazo lo que sucedió en 1938, llegaron las goleadas contra Argentina en la Copa Roca de 1939 y de 1940 (1-5, 6-1, 5-1), lo que alentó a sus dirigentes a buscar refugio en la disciplina. Se avergonzaban del espíritu libre y del desconocimiento reglamentario que en el torneo mundial francés había llevado a Leónidas a quitarse las botas, pretendiendo jugar descalzo, mientras que el árbitro sueco Eklind le obligaba a calzarse de nuevo; así como de las medias para abajo, las camisetas para afuera del pantalón y los gorritos en la cabeza, ya fuesen blancos o con los colores de su club. Dichas circunstancias propiciaron tanto la entrada de Flavio Costa, en un amistoso contra Uruguay de 1944, como que resistiese en su puesto hasta la celebración del campeonato del mundo en Brasil, seis años después. No en vano era el entrenador de «O Expresso da Vitória», que entre 1945 y 1952 conquista cinco títulos estatales más un ilustre antecesor de la Copa Libertadores, el prestigioso Campeonato Sudamericano de Campeones (1948) en el que vence la liguilla quedando invicto.
La disciplina no llegó a funcionar tan bien como, en teoría, se esperaba.
Durante la celebración del torneo del cincuenta se encerró al equipo en un recinto ubicado en las afueras de Río. La casa había sido lujosamente amueblada por los patrocinadores, aunque con el handicap de estarle vedada a las mujeres de los jugadores. Además se marcó las diez en punto como toque de queda, justo después de prepararse y tomar un complejo vitamínico. Todo inútil. Ni la advertencia del partido ante Suiza procuró soluciones tácticas ante el verrou -jamás se ganó contra los equipos que renunciaron a defender en WM-, ni las acertadas previsiones de Costa antes del partido [2] mitigaron la ventaja psicológica charrúa. Aquel «los de afuera son de palo» -falsamente atribuida al capitán Varela y en realidad del half derecho, Schubert Gambetta-, en referencia al auxilio que podría esperar el equipo del Brasil de los doscientos mil compatriotas que poblaban las gradas del Maracaná, se convirtió en el lema, casi un epitafio, de aquel fútbol uruguayo que, siendo el segundo país sudamericano más pequeño en cuanto a territorio, durante los años veinte gobernó el mundo fútbol (1924, 1928, 1930) [3].
Tras la derrota, a Flávio Costa y los jugadores los querían matar, aunque acabó primando el sentimiento depresivo de querer morir. Dos años sin presentar a su selección a ningún evento internacional, fin de los tradicionales colores blancos con puños y cuello azul de la equipación, muerte en vida para el portero Moacyr e injusto ostracismo para el resto del equipo. Curiosamente al técnico plenipotenciario se le acabó condonando parcialmente la pena, incluso devolviéndole en 1955 a la selección de cara a dirigir la gira europea de 1956. Un viaje de estudios orientado hacia la copa de Suecia del 58. Su carrera no acabaría allí aunque si sus mayores aspiraciones que incluían ser el hombre que le diese el primer título mundial a Brasil e iniciar una carrera política partiendo del cargo de concejal. Una condena por hybris que el acabó asumiendo con humor. Cuando en la presentación del libro «Anatomía de una derrota» de Paulo Perdigão una periodista desubicada le preguntó si él era el autor, Costa respondió: «No, yo soy la derrota».
[1] «El equipo uruguayo siempre ha perturbado el sueño de los futbolistas brasileños» (Flavio Costa).
[2] La FIFA acordó en el Congreso de 1924 asumir la responsabilidad de la organización de los Torneos Olímpicos de Fútbol, por lo que posteriormente homologó las victorias uruguayas en los Juegos Olímpicos de 1924 y 1928 como «Campeonatos Mundiales». De ahí que se autorice a Uruguay a llevar cuatro estrellas en el escudo pese a haber ganado técnicamente solo dos campeonatos (1930 y 1950).
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@DavidLeonRon 16 mayo, 2014
"Tras la derrota, a Flávio Costa y los jugadores los querían matar, aunque acabó primando el sentimiento depresivo de querer morir"
Qué barbaridad, David.
El Maracanazo es la madre de todas las derrotas.