Don Pantuflo Zapatilla, catedrático en filatelia y colombofilia, castigaba a sus revoltosos hijos con el tenebroso cuarto de los ratones. Don Minervo, el adusto profesor, les imponía un capirote de asno cuando no les martirizaba con la memorización de la lista de reyes godos. Asumida demasiadas veces como el retrato de una época pasada, Zipi y Zape nunca fue una serie anclada en el tiempo. Los tormentos de los protagonistas, ya anacrónicos en los años sesenta que conocieron el auge de estas historias, encarnan en lo más profundo un enfrentamiento sin fecha entre el niño y la figura paterna, entre el individuo y la autoridad, que sigue siendo comprendida hoy como lo fue en lo más terrible de la posguerra y también en medio de una vieja dictadura que perdía paulatinamente su partida contra el paso del tiempo. Josep Escobar nunca quiso inmortalizar los años cuarenta o cincuenta que sus jóvenes lectores pronto desconocerían, sino plasmar en su tebeo la virtud de la rebeldía.
Zipi y Zape nunca pretendió ser una crónica social.
La Liga también tiene rebeldesEs rebelde el que “falta a la obediencia debida”, y es en ese último matiz donde reside lo más interesante del concepto. Transgredir los cánones establecidos no es algo sencillo puesto que estos son firmes, convencen a muchos que a su vez ejercen como celadores y se asume un castigo al vulnerarlos. A diferencia de otros niños traviesos del universo del entretenimiento, en Zipi y Zape uno no puede rastrear la mala idea más remota, ni mucho menos un activismo ideológico que les impulse a la anarquía. Tampoco son especialmente inocentes: sus travesuras son el producto de la convicción, la que les dicta expresarse, actuar y resolver entuertos a su manera, de la forma que sienten que deben hacerlo, sin que las rígidas normas que les rodean sean obstáculo para su visión de las cosas. Cuestionándolo todo. El mismo ejercicio de lucidez que ha permitido a algunos entrenadores encontrar soluciones irreverentes para un escenario que discute todo lo que se daba por sentado.
A los pequeños ya no les falta calidad arribaA los equipos modestos les faltará calidad atacante y a lo sumo podrán agarrarse a la dosis de fiabilidad defensiva que siempre aliñará su plantel… O por lo menos eso es lo que se decía antes de que la peculiar evolución del fútbol español combinara la limitación de los recursos de la mayoría de sus clubes con una producción de talento ofensivo sin precedentes. Algo inaudito, a equipos como el Celta o el Rayo hoy les resulta más complicado asegurar buenos recursos defensivos que dotar de calidad a su ataque. A toro pasado lo fácil es afirmar que en casos como estos lo suyo es diseñar un modelo de juego que priorice el manejo del balón, la toma de riesgos y la búsqueda del dominio en campo rival, pero realizar esa apuesta no es nada sencillo: supone contradecir un canon firme y acreditado, el que recomienda al pequeño exponerse poco y buscar los resultados antes en la portería a 0 que en el marcador abultado.
A Rayo y Celta les resulta más cómodo atacar que defender.
Paco Jémez y Luís Enrique son dos tipos muy diferentes, pero a su manera ambos son fieles a la misma decisión: abrazar el fútbol a pecho descubierto en dos equipos frágiles que quizá no pueden ofrecer nada mejor en otro registro. A la luz de la clasificación el resultado de ambas empresas es dispar, pero no puede obviarse que el proyecto madrileño acarrea más logros, más desgaste y muchas pérdidas por el camino, un puñado de inconvenientes difíciles de digerir para el que tiene poco. Y sin embargo el Rayo seguirá a lo suyo, como lo hará el Celta. Ante la opción de aferrarse a un fútbol que sus jugadores no dominan, Paco Jémez y Luís Enrique prefieren potenciar la práctica de aquello que se les da mejor. Lo mismo que hacía el autor de Zipi y Zape entre barrotes, encarcelado por su activismo contra la sublevación militar: ganarse algunas pesetas dibujando caricaturas que firmaba como “Rebec”, que en catalán significa “rebelde”.
Abel Rojas 9 noviembre, 2013
¿Pero quién es quién?