«La muchedumbre agolpada frente al establecimiento de Suleiman seguía el partido a través de los comentarios que iban llegando, boca a boca, desde el interior. La retransmisión se originaba, desde el mismo umbral, por parte de los últimos privilegiados que disponían de perspectiva y que, apremiados por los que les encimaban a sus espaldas, iban filtrando los lances del juego.
Dentro del local, una multitud desperdigada por el suelo atendía a la pantalla en un solemne mutismo alentado por la ausencia de sonido del viejo televisor. Pape Mbembe imaginaba al recatado público europeo embargado por el mismo silencio ceremonial y a los aficionados, ubicados en las gradas más elevadas de aquellos enormes estadios, recibiendo las noticias de lo que acontecía en el terreno de juego en escrupuloso relevo, fila a fila, tal y como sucedía con los rezagados en la puerta del Suleiman.
Cada viernes, el joven recorría los quince kilómetros que distaban entre su campamento de refugiados y los suburbios de la ciudad para asistir a la proyección en vídeo de partidos internacionales que eran emitidos desde un televisor sito en una planta vacía. Suleiman, el dueño, hacía negocio con el aguardiente y la fruta que dispensaba a los visitantes. Lo que para la mayoría no era más que una rutina con la que endulzar una dura existencia, para el muchacho alcanzaba un sentido trascendental.
Pape Mbembe carecía de más motivación que la de convertirse en uno de esos maravillosos seres del Norte: los futbolistas. Las gestas de aquellos héroes referían, en su fantasía, a las mismas hazañas míticas que habían descrito sus ancestros en cantos y leyendas. Donde antes había guerreros, lanzas y fuego, ahora se proyectaban jugadores, balones y jugadas. Pero en suma, se trataba de la misma lucha de poder, la de la conquista del Destino.
La infancia de Pape transcurrió corriendo tras un bola, inmerso en una estampida de niños, al arbitrio de un pedregal caprichoso, con la pelota como rumbo y un puntapié como único objetivo. Por lo general, la pelota era el producto de una sucesión de trapos anudados, superpuestos y prensados, hasta conformar una madeja redondeada que luego se fijaba con una capa de grasa y cuyo volumen, inevitablemente, volvía a menguar a partir del momento en el que algún extremo se deshilachaba.
La precariedad de los medios, no obstante, lejos de mermar el potencial de los jugadores lo estimulaba sobremanera. La primera vez que mantuvo contacto con un balón reglamentario, el chico constató la dureza del cuero contra el pie desnudo, pero también su docilidad. Nada de giros y cabriolas inesperadas. Bastaba con golpearlo con franqueza para que el esférico obedeciera sin sobresaltos. Con el tiempo, su destreza alcanzó tal nivel que, al término del campeonato humanitario organizado en el campamento, el señor Hayibi, entrenador de su equipo de los arrabales, le sugirió la posibilidad de dar el salto juntos.
Para Pape la idea no resultaba novedosa. Le gustaba imaginarse como miembro de un equipo del Norte, iluminado por infinidad de focos, mientras sostenía con su magía el silencio del público europeo, que lo adoraría para regocijo de la gente del Suleiman.
Al emprender el viaje, el joven no guardaba ningún resquicio de duda. Huérfano de madre, ignorante de padre y con tantos hermanos como para poder reconocerlos, nada quedaba pendiente. No le amilanó la lejanía de la costa. Un futbolista del Norte debía estar preparado para recorrer cualquier distancia. Tampoco el dinero fue un impedimento. Los gastos corrían a cargo del señor Hayibi quien nunca se había enfrascado en mejor inversión. Finalmente, embarcaron en un bote una noche cerrada, hacinados junto a otros cincuentena y seis pasajeros, camino de un nuevo continente.
Durante dos días seguidos, permanecieron sin rumbo en alta mar. Lo que en un principio pretendía ser un trayecto corto se complicó tras quedar atrapados en una tormenta. El chico no sintió miedo cuando el oleaje amenazó con volcar varias veces la embarcación, pero cuando amainó, su cuerpo aterido absorbió la humedad de sus ropas caladas y el frío implacable de la noche le golpeó, durante horas, con la crudeza de un dolor inimaginable. Solo la presencia del señor Hayibi, abrazándolo en su regazo, hizo posible que pudiera ver el sol. Pero para entonces, su entrenador ya había dejado de palpitar.
Cuando a la noche siguiente la patrullera abordó la barca y un cañón de luz iluminó su pasaje, tan solo Pape Mbembe consiguió ponerse en pie. El muchacho tiritaba tanto que apenas le costaba mantenerse. Pero pese a todo, aún le quedaron fuerzas para mirar a la luz que le apuntaba, forzar un esbozo de sonrisa y exclamar a los guardacostas:
-Pape Mbembe, delantero centro.
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carlos 13 abril, 2013
Precioso. Sin Palabras.