El libre directo es una de las acciones más nómadas de todas las que componen el juego. El balón se comporta como el emigrante que viaja con la ilusión de encontrar un futuro mejor al abrigo de la red y por el camino encuentra una barrera repleta de inconvenientes. El estado del césped incomoda, los oponentes atosigan formando una muralla infranqueable y el portero patrulla la línea de gol con la mirada amenazadora del proteccionista que pone un candado a su territorio. El pasaporte lo marca la calidad técnica. Sólo el capaz consigue darle sentido a una ejecución con más variantes que efectos: interior, exterior, empeine o la heterogeneidad que resulta de la combinación en el gesto. Todo vale a la hora de llegar con la maleta al destino programado.
El lanzador se introduce en la jugada midiendo los pasos que impregnan de liturgia el proceso y, al mismo tiempo, descubre sus cartas ante el temor del rival y la expectación del aficionado. La distancia no es un problema para los más aventajados, ciertos especialistas prefieren los avatares del vuelo transoceánico a la comodidad del balón en el puente aéreo. Al fin y al cabo, toda la secuencia guarda una relación muy estrecha con la calma, la violencia o las turbulencias de un esférico que rápidamente reta al espacio y a la habilidad del guardameta.
Entre el don y el automatismo está la virtud.
Lo hizo Roberto Carlos ante la selección francesa en un instante en el cual el balón fue gravedad y la gravedad fue balón. Aquel disparo le jugó una mala pasada a la Ciencia, que no tuvo respuestas para las innumerables Agitó el juego con un disparo inesperado preguntas planteadas por un aturdido Fabian Barthez, portavoz del gremio de la incredulidad. El efecto nocivo removió las entrañas del Stade Gerland y unió en la perplejidad a los allí presentes, porque en el fútbol no hay nada más puro que el color de la camiseta fundido por la sorpresa. Algunos, a día de hoy, continuamos creyendo en la explicacación que adjudica la autoría del gol a un ente con mucho sentido del humor. Tuvo que ser un extraterrestre, camuflado en el cuerpo del tres de la canarinha, el que sopló fuerte a la pelota plasmando así el recorrido sinuoso que a la postre sirvió de guía para esquivar la línea de cuatro y permitió al esférico perpetrar la portería francesa bailando samba.
El partido no se detuvo ahí, continuó entre las prisas de un imaginario colectivo que se negaba a olvidar el minuto veintiuno; puesto que fue una falta, con su soledad en el global del encuentro, la que detuvo el espacio-tiempo. Y de ese modo, mientras todo volvía a su lugar, se bajó el telón. El telón del ritmo vibrante del que quiso ofender con lo imposible en el país de La Marsellesa y terminó uniendo dos opuestos a través del estupor contagioso en el verano del 97. Cosas de faltas.
Ramón 2 abril, 2012
Carlos, simplemente eres un genio.